martes, 11 de febrero de 2014

Aborto, policías, amigos y No more lies

Me llevan de la mano a un concierto, casi corriendo que no llegamos, ella casi llorando, pero sobre todo molesta por un comentario injusto y atemporal, de esos que se hacen cuando estás cansado, cuando no cuentas hasta diez y no filtras y lo que crean tus traviesas neuronas se arremolina entre tu lengua y tu paladar y lo escupes dejando que la saliva haga las veces de bomba de racimo.


- Tengo la impresión de que no te esfuerzas con tus amigos como yo lo hago con los tuyos.

En realidad lo que me perturba no es su actitud con los míos, es la mía, con los míos. Es reconocer mi falta de planes interesantes, mi disposición a los suyos, siempre estar ahí para ella. Y si ella no está para mí a veces es sólo porque su vida es puro trajín. Pero sueno obtuso y egoísta, olvido fácil que ella sí se vino conmigo al pueblo donde soy rey entre iguales, al otro pueblo donde duermo a los pies de Gredos y me despierto con crepitar de lluvia, no de despertador. Así que buscamos refugio en el concierto que ella planeó hace tiempo y para el que me preguntó, claro, si quería ir. Yo, obvio, reconocí que sí.

En el concierto, No more lies. Y bailamos. Y reímos. Y me vacila con justicia y yo acepto la condena. Y ni nos mentimos antes ni nos mentiremos nunca, porque una relación así no entiende de escondites ni rumores. Sólo entiende de vísceras y vomitonas, de gestionar egos, rumiar pasados, atisbar futuros y amasar presentes.

Y de vuelta, tan tarde, con la tripa dolorida de reír por las ocurrencias de esos amigos ante los que yo no me esfuerzo en realidad, porque no me suponen dificultad, me hacen hueco de buen grado y yo me acomodo en sus cojines, nos cruzamos con los restos de una manifestación a la que nos hubiera encantado ir, porque el cuerpo de una mujer es sólo de su propiedad y ahí no debería legislar nadie. Nadie. Sus entrañas sólo conocen un inquisidor, y es su propia conciencia.

Y esas migajas de la manifestación son tipos con armadura, escudos y porras, como en el Medievo. Cara desafiante, ojos negros como sus chalecos, botas apretadas como sus dientes, y un frío del carajo ahí fuera y en sus sienes. Se mueven a la caza y captura no sabemos muy bien de qué, de quién. Corretean por Malasaña, amedrentan y se imponen, tan altos que se creen. Y yo miro a los lados buscando alborotadores y sólo veo curiosos como yo, que no entienden, y lo que no entiendes asusta. Seguro que en la manifestación a algún rebelde con causa se le fue la mano, ya que se les ha ido a otros justificando malformaciones fetales. Y estos robocops babean, revolotean buscando carnaza, cruzan por delante de los coches andando con paso firme y exigiendo que todos se detengan a su paso, como los elefantes en sendas africanas, o te paras o te quitas o te aplasto.

Y nosotros, tras un parabrisas, con música aún en los oídos y con bromas aún acariciando el hipocampo, asistimos a ese despliegue y nos perjuramos, ahora sí, para no perdernos la próxima manifestación, aunque la música importe.

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