Así aterrizó, despeinado y sonriente, en el aeropuerto de las afueras. No había reservado ningún hostal ni había buscado contactos olvidados en la ciudad. Se le había pasado memorizar líneas de metro o números de autobús, pero se las apañó para llegar al centro sin gran problema. Se creía hombre de recursos, pero sólo era un niño con suerte.
Deambuló por las entrañas de una ciudad que, extraño, no le resultaba desconocida, y hacía lustros que no la pisaba, milenios que no la añoraba, siglos sin mencionar su nombre ni ganas de recordar el país del que era capital. Pero se encontró a gusto pronto, se sintió uno más y se dejó perder entre callejuelas y arrabales.
Reconoció edificios que visitó hace tanto. Incluso atisbó la plaza donde solía reír y llorar con aquellos que ya ni lloran ni ríen porque no siguieron con él.
Había ido con la intención de estar una semana, y terminó instalándose durante más de dos meses en un cuchitril de ese centro que le hipnotizó. Sólo se fue cuando le echaron por impago. Recogió sus escasas pertenencias y salió de nuevo a la calle, a cualquier calle.
Pero ya había pasado el frío, le sobraba el abrigo y, oh, desastre, había perdido el mapa que le había ayudado a reconocerse miembro de la urbe. Sin embargo, la moleskine estaba llena de frases, palabras, ideas, cuentos. Incluso había apuntado, en pequeño en una esquina, planes de futuro, qué cosas, él que se negaba a soñar porvenires y ahora se descubría proyectando acciones a realizar, convencido de que los frutos le gustarían.
Pensó a largo plazo, cuando sólo debía asomarse al precipicio de los próximos minutos, y ni se asustó ni se detuvo. Refugiado como había estado en aquel hostal, había experimentado el placer de la tranquilidad.
Ahora, en la calle, sin mapa, pensaba en volver allí de donde había venido. El problema, se dio cuenta, es que ya no recordaba muy bien cómo llegar. Sin mapa, pero con historias a medio escribir, caminó sin rumbo, y llegó, claro, a la misma plaza donde antes lloraba y reía y dónde, en el banco de siempre, encontró a esos amigos que había desechado y que, milagro, seguían esperando. Allí se quedó, contándoles las historias que había garabateado, sin saber terminarlas, porque nunca aprendió a poner punto y final. Él era de puntos y seguidos y ahora, al término de otro párrafo, dejaba en suspenso el lápiz que afilaba con las uñas y que había menguado tanto de tamaño que bien podría ocultarlo entre sus premolares.
Sin mapa, otra vez. Sin destino, eso ya lo había vivido. En esa plaza, de dónde había salido corriendo sin motivo, buscando exactamente eso, motivos, pero para quedarse quieto.
Regaló el abrigo, vació la mochila, y esperó a que le invitaran a tomar algo en cualquier sitio. Por supuesto, la invitación tardó poco, el tiempo que necesitaron sus amigos para perdonarle.
La ciudad había estado ahí siempre, y él había querido renunciar. Pero no se renuncia a lo que es uno, se recordó. Se renuncia a lo que no se quiere ser. Y él no había dejado nunca de psicoanalizarse buscando... Buscando... Puntos y aparte.
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