martes, 18 de septiembre de 2018

Así que juegas

No descartas que no te guste. No descartas que no le gustes. No descartas nada, y te importa poco, porque qué cartas más buenas para jugar a esto que ya conoces pero haces diferente, porque son demasiadas las partidas echadas, los faroles vistos, los bad beats sufridos, las apuestas mal medidas, los porcentajes de probabilidad que auguraban desastres pero luego precedían a éxitos inesperados, porque al fin y al cabo los porcentajes son solo eso y la probabilidad es una ciencia que en realidad asegura que algo puede ocurrir, aunque sea una de cada mil veces.

Así que juegas.

Has esquilmado tu cuenta corriente. Otras veces la has henchido como si fuera una vaca y tú un granjero. Has naufragado en la miseria y en dejar los números en rojo precedidos por un guión, pero también has hundido los pies en el barro de la opulencia y el banco llamándote para invertir. Pero nunca fuiste de futuros que prometieran dividendos, eras más de pasados que te dividían en mil trozos, y ahora te esfuerzas por reinar en un presente que ni promete ni espera ni añora ni lamenta.

Así que juegas.

Juegas intuyendo que al otro lado de la mesa hay alguien que busca lo mismo de esa partida. El disfrute de una mano bien jugada. Revelar las cartas solo al final, cuando ya no hay más calles, cuando solo queda saber y comprobar si la intuición te ha fallado, si debiste apoyarte más en las matemáticas, o si aún te funciona la percepción, esa que te ha llevado a la silla, a cambiar fichas por dinero, a retomar el Texas Hold’em, a creerte bueno en un juego que vuelves a practicar después de un tiempo de cura de aficiones que no sabes cuándo se tornaron aflicciones, o adicciones, o inacciones.

Así que juegas.

Ni se acordaban de ti a la puerta del casino. Pero las mesas siguen en su sitio y tus pasos son cada vez más firmes.

Llevas poco rato ahí sentado. Estudias a tu rival, le buscas los detalles que podrían delatarla, entablas conversación para ver si el tono de voz varía en algún momento, estudias sus ojos y cuentas sus parpadeos, te fijas en la frente a ver si aparecen gotas de sudor, y te centras en las manos a ver si tiemblan, tamborilean sobre la mesa o se humedecen con tus apuestas. Crees que descubres puntos débiles, pero no das nada por sentado, hace tiempo que no lo haces, que el pasado son lecciones y el presente es un examen, evaluación continua, y el profesor es el futuro inmediato, con un rasero fijo. Sabes que no eres alumno aventajado. Y menos mal, ahora que arriesgas con las neuronas y no tanto con los ventrículos no quieres aventajarte a nada, ni avejentarte, ni alejarte, ni ahuyentarte. Quieres pararte y atender a lo que venga, a lo que te repartan, a lo que le repartan, a que el croupier queme una carta en el flop, otra en el turn y una última en el river que decidirá todo. De momento os relaméis en el preflop, cuando aún no hay jugada ligada y todo es posible, incluso con 2-7.

Así que juegas.

No la conoces todavía, esto no ha hecho más que empezar, pero hacía tiempo, mucho tiempo, ¿tanto tiempo?, que no disfrutabas sabiendo que lo de menos son las cartas, que es lo que hacéis con ellas lo que dirimirá una victoria o una derrota. Jugáis los dos, pero con las cartas del otro, las vuestras solo os han dado pie a subir las ciegas. Porque de momento aún jugáis a ciegas, y se te pasa por la cabeza que tal vez cuando os veáis no será lo mismo. Pero ni lo sabes ni te importa. Porque estas primeras manos las estáis gozando con una sonrisa dibujada con rotulador permanente y luego ya veremos si hay que tachar o remarcar su sonrisa con la tuya. El caso es que la sonrisa con la que os vestís ahora se construye sola, músculos trabajando, ojos achinados, mofletes erectos y el puente de la nariz arrugándose como la piel de una patata.

Así que juegas.

En momentos dudas de si la apuesta que haces es demasiado elevada, si no la ahuyentarás cuando lo que quieres ahora mismo es que entre al trapo. En ocasiones responde tan rápido que te chistas por no haber tirado más fichas al centro de la mesa. Hay veces que es ella la que toma la iniciativa y después de mirarte cinco segundos, echa la mano a su stack y arroja una apuesta que te endurece los glúteos y te encabrita las pulsaciones. Será que ella también sabe jugar.

Así que juegas. Y te convences de que tu juego y el suyo se parecen, de que incluso puede que los dos llevéis AK y terminéis en un all in en el que solo ganará quien haga color. Pero no recuerdas ni el palo de tus cartas, porque te embelesa la forma en la que ella te pregunta: así que… ¿juegas?

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