lunes, 21 de agosto de 2017

La enfermedad de los tontos

Más follar y más reír. Asume el riesgo. Hazlo, sin paliativos. Que te doren la píldora es un absurdo. La píldora te la tienes que tragar igual, con sus nauseas. Por muy dorada que esté. Así que cógela, ni la mires. Ni la midas. Ni elucubres sobre su grosor. Abre la boca, cierra los ojos, y hasta las entrañas.

Si no te va a curar.

Porque no hay cura. El remedio es hacerlo. Solo haciéndolo se te espanta la enfermedad, que se llama miedo. Ríete del miedo. Fóllatelo. Y quien te trae la solución te mirará desde arriba con una sonrisa y un orgasmo y luego te preguntarás si no serás un hipocondríaco, si no será que no estabas malo en ningún momento. Si no será que en plena salud encontraste, sin buscarlo, alguien que no sabe nada de medicina pero sí de todo lo demás y te demostró, sin querer enseñarte, que solo te faltaba quitarte las bridas y cabalgar desatado. Ya habías cabalgado así, pero después de tantos latigazos y tantos carruajes tirados, se te había olvidado que tienes cuatro patas y que puedes volar. No te habías dado cuenta de que el látigo lo portas tú y que el carruaje no lleva conductor.

Más follar y más reír. Hasta el agotamiento, hasta el estertor. Mezclar lo dulce de su mirada con lo salado de su sudor. Aplastar los cuerpos hasta que sean uno y salpicar al ajeno con todo menos sangre. Si viene la sangre, ya vendrán las cervezas con amistades que pagarán diez rondas hasta parar la hemorragia y cambiar las lágrimas por los abrazos. Hasta entonces, más follar y más reír.

Repasar y ver que nunca hubo silencios incómodos. Que las conversaciones se alargaban sin fórceps. Que besaste como la primera vez. Porque es la primera vez. Perder años como pierdes peso y flotas como un globo cargado de helio que te cambia la voz para hacerla infantil, porque lo único adulto que conservas en ese momento es lo que dice el DNI, que miente muchas veces. Mentiras oficiales para hacerte creer que estás enfermo. De miedo.

La mirada de antes de besar una boca que nunca había estado a veinte centímetros de distancia. Esa mirada. Como la de justo después. La primera es nervio. La segunda es paz. Y eso se nos olvida. Porque no podemos recordar emociones. Si no, solo pariríamos una vez. Olvidamos el dolor para poder volver a experimentarlo. Olvidamos cómo es que te ciegue alguien para poder ver de nuevo y permitir que te cierren los ojos otra vez. Porque lo permites, consciente. Eliges. Crees que no. Ya lo decía Cortázar, asombrado. Como lo estoy yo. Que elegí, fui, y me vencí.

Tatuarte el olor de su pelo. Su iris de miel y su nariz que se arruga cuando se ríe. Sus manos de pianista, el parque entre sus tetas, el encender y apagar la luz tantas veces que no sabías que podías reventar bombillas. Recorrer sus tobillos y tropezarte en su pubis. Trastabillarte en la hendidura de su ombligo. Perderte entre sus fauces y encontrarte en sus mejillas, redondas y carnosas como hogazas recién hechas. Más follar. Y más reír. ¿Cuántas dobles eles has escrito en estas últimas frases? Será que hoy todo es doble.

Y mandar al carajo a la seguridad social porque estás sano como una manzana que nunca fue fruto prohibido, y que ora es roja, ora es verde, depende de la luz, que al amanecer te inunda y al anochecer te promete.

Dile al médico que cambiáis la fecha de la revisión. Al mecánico, que no hay nada en el motor. Al abogado, que no hay causa que defender. Al electricista, que esos plomos fundidos están bien así, ya el cerebro irradia. A ella, que esto no lo ibas a publicar. Por miedo.

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