sábado, 11 de febrero de 2017

Richter

Justo antes de colgar, nace una nausea. Un ligero mareo. Parece que el suelo se estremece. Coño, la mesa tiembla.

Un terremoto. El primer terremoto que vives.

Te apoyas contra la pared, olvidas lo de quedarte bajo el umbral de una puerta, te acuerdas de Richter y de su puta madre. Las ventanas castañean, los bolis ruedan hasta alcanzar el vacío, del frutero se desploma una naranja y le sigue la planta que te regaló ella, esa que no había que regar.

Dirán que fueron segundos, pero fueron minutos de ser pelele. Muñeco de trapo atrapado en trampas terráqueas. Placas tectónicas sacándote a bailar, epicentros aun no localizados agitándote los tobillos, latidos vomitados por una ametralladora, pulmones en paro porque aguantas el aire como si eso fuera a detener el mundo. Que se mueve bajo tus pies, circulando por tus caderas, apretándote el pecho, en ascenso sobre tu cabeza, rebasándolo todo. Todo se mueve y tú quieto no eres nada.

El teléfono abandona tu mano aún con su nombre reflejado y el tiempo corriendo, rebota contra el suelo que continua inquieto. Y todo termina. En ese momento, cuando la llamada se cuelga violenta, todo queda inmóvil, en su sitio, como si nada hubiera pasado. Pero ha pasado. Lo has sentido. Por primera vez. Un terremoto.

El móvil no funciona. Corres y descuelgas el teléfono fijo y te quedas con él suspendido en el aire mientras boqueas como una trucha. No te sabes ningún número de memoria. Cuelgas mirando el auricular, como si fuera el invento más inaudito. Te abalanzas sobre el portátil para luego naufragar en Internet. Ni Twitter te da respuestas. La ventana, la última a la que recurres, la de verdad, te ofrece lo mismo de ayer, o así lo ves.

Si eso no era un terremoto, cavilas y fumas, ya me dirás qué es.

Como si te fueras a contestar con lógica.

La planta en el suelo prueba que tu vida se ha tambaleado, te convences mientras exhalas. La tierra esparcida, la maceta desconchada y la planta desnuda de toda dignidad. Rastros, son todo rastros. Los bolis esparcidos por el parqué y la naranja escondida bajo una silla.

Te han sacudido como un mantel de pícnic.

Y de repente, antes de colgar, se puso a temblar, rememoras. Por un momento te crees la única persona capaz de percibir seísmos que se le escapan a los científicos y a la tecnología.
Hasta que recuperas la memoria de sus palabras.

- Pues lo dejamos.

Y el gato se asoma con tierra en el hocico.

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