domingo, 22 de enero de 2017

Solo es agua

Qué tendrá la nieve, que te transporta a la infancia. Qué tendrá, si solo es agua en otra forma. Si solo es blanca. Si al tacto está fría, no sabe, no huele. Qué tendrá que es pisarla y perder años. Ya con el anuncio de nieve, con un mero parte meteorológico, se nos revoluciona la cronología y el significado de madurez se torna difuso.

El aviso de los primeros copos, esos que te hacen dudar ¿está nevando?, son como las velas de nuestros diez primeros cumpleaños. Soplas la cera en llamas y todo es risa y fiesta. Como con esos copos inaugurales que esconden geometría pero que se visten de blanco uniforme para hacernos viajar en el tiempo, a cuando no sabíamos qué era la geometría, ni falta que nos hacía. Nos daba igual la composición y forma de los copos. Importa nada más que el copo que cae y se posa en tu hombro y te susurra promesas inmediatas.

En la nieve, una bolsa de plástico es cualquier cosa menos un deshecho, es un bólido con el que hacer descensos con risas como banda sonora. En la nieve, los bombardeos están permitidos, no hay que negociar nada en el G8. En la nieve lo único que no se puede hacer es llorar. La guerra dejó de ser un juego hace tiempo, hasta que nieva y moldeas proyectiles que lanzar. Años ha entendiste que lo de los ángeles es un cuento, pero no dudas en tirarte a la nieve y mover los brazos para que la nieve forme eso en lo que no crees, pero que miras y asientes. Vives la satisfacción. Conoces la razón de ser de la nieve, presiones atmosféricas, anticiclones, masas de aire frío, etcétera. Pero cuando el suelo se alfombra de blanco, la razón se va de vacaciones y gobierna la emoción, esa que no requiere de motivos. Perdemos, como los niños, el sentido del peligro. Porque la nieve es blanda y acogedora, aunque cale. Como el amor. Tirarse de bruces es una opción, cuando en primavera lo veríamos como una absurdez propia de vídeos de Internet con los que perdemos la esperanza en el ser humano. Revolcarse en el suelo se presenta como una actividad a realizar, cuando en otoño, si lo haces, te manchas. De marrón o verde. El blanco de la nieve no tiñe. Mirar al cielo con los brazos extendidos nos caracterizaría de locos. A no ser que lo hagas cuando nieva, que entonces solo eres entusiasta.

Mirar nevar es como mirar el fuego. Nada más existe, nada más importa. Es ese copo, y el siguiente, lo que superpuebla tus sentidos.

Cuando se derrite la nieve y todo vuelve a como era, recuperamos nuestros papeles, nuestra edad. Se revitalizan las expectativas, vuelven a primar las ambiciones, asoman arrepentimientos y el futuro es motivo de conversación y el pasado nos lo volvemos a atar a la espalda. Qué tendrá la nieve, que en aludes cubre responsabilidades. Qué tendrá, que mientras aguante, mata adultos e infesta la zona de retoños. Mientras aguante. Porque el deshielo en realidad lo que produce es hielo. Del que no se ve, del que se nota en el día a día desde que te montas en el bus y saludas y te responde un gruñido hasta que pones la alarma por la noche, adelantándote al dolor de despertarte forzado. Nada es forzado cuando nieva. Cómo lo va a ser, si solo son unos copos que se posan en tu hombro.

Nada duele en la nieve. Nieva poco.

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