lunes, 11 de enero de 2016

Reyes y hombres

El rey se bajó del trono para mirar al príncipe desde misma altura. Para verle la cara y oírle hablar a su mismo nivel. Sin escalones, sin alturas, sin títulos.

Anduvieron en animada charla por las dependencias del palacio que pertenecía al primero y que algún día debía heredar el segundo. Los sirvientes inclinaban la cabeza al verles pasar y luego cuchicheaban entre ellos, intentando adivinar el motivo de la conversación, el porqué de ese paseo, qué habría llevado al rey a quitarse la corona y la capa para dejarlas en el trono y caminar junto a su hijo como si uno no fuera padre y el otro no fuera primogénito. Sólo como si fueran dos hombres hablando. De igual a igual. ¡De igual a igual! ¡Sacrilegio!

Marcos entró en la cocina y se lo contó a Teresa. El rey va vestido como un plebeyo, va caminando ¡caminando! junto al príncipe. Incluso me ha parecido oírle reír. Allí estaban picoteando los costaleros, sin tarea, pues el rey había decidido pisar el suelo. No levantaron la cabeza de los platos, no fuera a ser que aquella oportunidad terminase pronto, dejándoles con el bocado a medias. Teresa se asomó al pasillo para ver a los dos nobles en semejante estampa. Tuvo que frotarse los ojos. Marcos siempre había sido de exagerar mucho y de alzar la voz ante nimiedades. Pero esta vez sus exclamaciones estaban justificadas. Toda una vida sirviendo en palacio y nunca, nunca, Teresa había presenciado tal cosa. Volvió a la cocina diríase que abatida, mientras Marcos repetía ¿lo ves? ¿lo ves? Se atragantó con el agua que le sirvió Teresa. En realidad, necesitaban vino, pero Teresa era estricta. Incluso cuando su señor no lo era.

Padre e hijo sabían lo transgresor del acto, pero no le daban importancia. Más relevante era la conversación. El hijo le explicaba su deseo de no heredar la posición. Ya se lo había anunciado unos días antes, pero el rey prefirió no creer lo que sus privilegiadas orejas captaban. Cuando entendió que la propuesta era firme, decidió bajar los tres escalones y estirar las piernas, masajeadas todas las mañanas por un alemán poderoso de nombre Hans. No hablaba nada de castellano, pero entendía de músculos y atrofias, suficiente para ser parte del séquito. El rey, al principio enojado, iba calmando el temperamento a cada frase del príncipe que no quería ser rey. Todo padre ansía ser ejemplo, servir de columna vertebral. Y cuando las costillas y los miembros deciden separarse, mutilar expectativas para construir las suyas propias, los cimientos desaparecen y todo es abismo y miedo ante lo inseguro de un futuro que no ha construido para los suyos. El sueño es inconstante, despertarse con sudores se convierte en tónica habitual, la reina no consigue aplacar temores, pues ella siente los mismos escalofríos. El matrimonio desayuna con ojeras y los manjares no saben. Todo es insípido.

- Baja y habla con él.

El rey dejó el zumo de frutas exóticas a medias, se limpió las comisuras con la servilleta de seda con sus iniciales bordadas junto al escudo real y siguió el consejo de su mujer. Y anduvo con su hijo, dejando atónitas a las cabezas que se asomaban por ventanas, puertas, esquinas y escaleras de caracol.

Un soldado dejó caer su lanza. Una doncella tropezó. Un perro de caza levantó la cabeza y ladró. Incluso la sobrina del rey abrió mucho la boca, sin acordarse de tapársela con la punta de los dedos.
Al poco, el rey volvió al trono. Junto a la reina, que le miraba expectante.

- Va a hacer lo que desea.
- Y ¿qué es eso?
- Ser él mismo.
-  Y ¿qué es eso?
- Ser un hombre.
- ¿Ves? Tendrías que estar orgulloso.
- Lo estoy.
- ¿Tienes miedo?
- Ya no.
- ¿Por qué?
- Porque hemos criado a una persona valiente. No es un insensato. Es todo lo contrario.
- Eres un buen rey.
- ¿Por qué?
- Porque eres buen padre.

El príncipe dejó el palacio a la semana siguiente. Volvió a los dos años sin ser príncipe, pero siendo todo lo demás. Con cicatrices en los brazos, con más peso, con un color más oscuro en las mejillas. Con el pelo ralo. Y los sirvientes ya no cotilleaban, ni las doncellas perdían el equilibrio, ni la prima separaba labios, ni los lanceros dejaban caer lo que les da nombre, ni los perros entreabrían los ojos. Todos le miraban y respondían a su saludo como responden a un igual. Sin reverencias. Y al ser recibido por su padre, este bajó de un salto y abrazó a su hijo. Y a nadie le llamó la atención. Teresa y Marcos bebieron vino en jarras de barro.


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