lunes, 28 de enero de 2019

El desconocido

Ese no era él. Tenía la nariz más alargada, rozando casi el labio superior. La mandíbula se le había redondeado, incluso se le había formado un hoyuelo en la barbilla. Las mejillas le recordaban a las de su abuelo cuando se bebía dos coñacs. Los ojos se le habían juntado, y se adivinaba en ellos una curvatura hacia abajo. De repente tenía ojos tristes, y el color del iris ya no era el marrón del más común de los mortales, eran verdes Caribe, pero ya sabía que lo que hace unos ojos bonitos no es el color, sino la forma, y los suyos prometían echarse a llorar en cualquier momento. Tenía las cejas finas y tres surcos recorriéndole la frente de este a oeste. Se descubrió patillas que descendían encorsetando sus orejas, cuyo lóbulo era más pequeño de lo que recordaba. El pelo tiraba a rubio y asomaba sobre los hombros, como pidiendo a gritos tijeras. El flequillo mojado por la ducha se volcaba sobre la frente con desgana.

Por un momento se había olvidado de respirar y la boca se le había ido abriendo, dejando entrever unos dientes muy blancos y con un paleto torcido, como envidioso de su gemelo y queriendo taparle. Se le había secado la garganta, mientras el resto del rostro aún lo tenía mojado, como todo el cuerpo. Ese sí era su cuerpo. Sí reconocía sus pezones, su poco vello, su barriga incipiente, su polla descansada y sus huevos tersos por el frío. Se miró los pies y las manos y todo coincidía con lo que había visto cada día desde que su cerebro aprendió a reconocerse. Tenía la cicatriz de la operación de apendicitis y la muesca en la rodilla de una caída en bici de hace tanto que el accidente lo recordaba más por las veces que se lo habían contado sus amigos que por la experiencia real que fue. Pero esa no era su cara. Tragó saliva invisible y cogió aire que escaseaba, los pulmones estaban en huelga. Se apoyó en el lavabo, frotó el espejo del baño como si todo fuera un truco, pero sus movimientos se reflejaban sin fallo y si parpadeaba rápido veía esos ojos verdosos aparecer y desaparecer. De repente tenía todo el cuerpo agarrotado, se tocaba la cara y se estiraba esas mejillas de borracho y la imagen en el espejo, esa que le devolvía a alguien desconocido, hacía exactamente lo mismo. Se alejó un paso, se palpó la cara, se tiró de las orejas, se pasó un dedo por cada patilla, se agitó el pelo, se tiró de la nariz, se frotó la frente, se cubrió la cara con las manos. Nada cambiaba. Esa cara no era la suya y sin embargo era la que estaba viendo en el espejo y la que palpaba al repasarse como si fuera un ciego conociendo a alguien que oye y que le da permiso para que le toque y así crearse una imagen. Pero a él no le hacía falta, porque veía, y lo que veía no lo reconocía. Cerró fuerte los ojos y se repitió en voz alta que aquello era un sueño. Su voz no le sonó la de otro. Su baño era el mismo que anoche, su cama y sus sábanas eran sobre las que se acostó, pero esa cara… Esa cara ¿de quién era? Él ya no era él. Gritó, pegó un puñetazo al espejo sin siquiera resquebrajarlo, se tiró del pelo con fuerza mientras el grito se le iba ahogando. Se le llenaron los ojos de lágrimas, esos ojos tristes ahora rezumaban pánico. Fue corriendo a por su móvil, tropezándose con la cómoda del cuarto, pero qué importaba un meñique cuando tu cara ya no es tu cara, tú ya no eres tú. Desbloqueó el móvil, entró en las fotos. Buscó selfies. Allí estaba él, él, no el de ahora, el de siempre. Miró el móvil y luego al espejo de cuerpo entero del cuarto. Ojeó la foto, y luego a él en vivo, y luego la pantalla del móvil, y luego ese espejo largo en el que se miraba y se veía hasta esa mañana en la que había mutado. No, no era él. Si se pusiera un taquímetro, reventaría. Doscientos caballos a galope tendido bajo el pecho, el corazón bombeando sangre hasta las uñas llevando cada vena al límite. Todo se volvió borroso, se apoyó en la cama, se arrodilló. Se le metía el sudor en los ojos, picaba. Lloraba y sudaba y ya no había forma de distinguir qué era lo que le mojaba la cara. Se desmayó.

Se despertó en su cuarto, desnudo, con el móvil a su lado, la luz encendida, la toalla en el pasillo. Se rió sin ganas, suspiró un “joder” de alivio. Se giró al espejo, convencido.

Tenía las mejillas sonrosadas como su abuelo cuando se tomaba dos coñacs, y una nariz demasiado larga y unas orejas con menos carne y unas cejas despobladas y una frente como si siempre estuviera pensando en un problema irresoluble. Le temblaban las manos cuando empezó a arañarse la cara, como queriendo despojarse de una careta que no recordaba haberse puesto.

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