miércoles, 9 de enero de 2019

De qué escribes cuando no escribes

Y entonces, escribió.

Escribió todas esas frases que se sueñan pero no se plasman, todas esas sentencias por las que mueren los que quieren escribir, todas esas palabras que se contagian la una a la otra de ritmo, todas esas ideas que al leerlas, el otro suspira y se detiene, pensando en que era eso o no era nada, no había una forma mejor de poner en texto lo que tanto definía, al que escribió y al que lee. Escribió un párrafo repleto de cosas que decir pero nunca antes dichas así. Todo estaba ya escrito, pero nadie lo había escrito así. Escribió compulsivo, en un Niágara de imágenes tan bien descritas que no hacía falta ni cerrar los ojos para construirlas en la mente del que tiende los ojos como un puente hacia cada letra, y la siguiente, y la siguiente. Escribió tan rápido lo que otros no alcanzan en meses de talleres y lecturas que por un momento pensó que no era él el que estaba escribiendo, que estaba poseído por todas las musas de todos los ingenios. No podía creerse lo que estaba escribiendo, aunque sabía a cada coma, esa coma que acabas de pasar, que lo que estaba escribiendo era la forma de literatura más verdadera que había escupido en veinte años. Veinte años escribiendo cuentos y reflexiones le habían llevado a este bailar de dedos, a este claqué sobre un teclado manchado y pulido como parqué.

Acababa de escribir un párrafo en el que hablaba de ese mismo párrafo y no se iba a parar a releerlo, porque para qué, si era justo lo que tenía que escribir para no perder la cabeza, ni el tempo, ni el talento, ni las ganas, ni los sueños, ni la mísera ambición que nunca había aceptado porque él pensaba que escribía siempre sin motivo, el arte por el arte, el placer de escribir como medio y como fin. Pero qué equivocado estaba, es más, qué miedo tenía, porque sí escribía con un afán. El afán de completarse a cada lágrima que se le iba escapando justo al teclear el punto y aparte que llega ya.

Qué le había llevado a hacer esto era lo que más le atormentaba. La huida constante de una soledad de la que no iba a escapar ni viendo todas las películas hechas sobre fugas. Muchas veces le aplastaba contra el suelo, cigarro consumido, el saber que por algún motivo inexplicable tenía más talento y más cosas que decir que otros. Pero el talento está por todas partes. Ese talento y esa forma de ver el mundo y de contarlo que se le iba por el sumidero le martilleaba en el pecho al irse a la cama sin haber escrito una mísera frase, bañado en soledad, esa soledad a la que no quieres ni mentar como si fuera esa leyenda que sostiene que ante un espejo no digas esa palabra tres veces porque aparece y te lleva. Y te lleva. Y te lleva. Y estás solo, aunque no te hayas movido del sitio y sigas delante de ese espejo en el que solo ves imperfecciones.

Para qué quieres ser escritor si no te atreves a intentarlo. Lo complicado no es poder, lo valiente es querer. Porque sí, querer es poder, pero tienes que querer querer, atreverte a querer, y él no se había atrevido nunca, quizá más por miedo al éxito que al fracaso, pues el único fracaso era no volver a escribir jamás, y eso difícilmente iba a pasar pues aunque fuera una vez bimensual iba a tener que explotar como aquí.

Liarse un cigarro temblando, teniendo que rascar dos veces la rueda del mechero porque el acto más simple se te rebela porque estás tan nervioso, te has puesto tan nervioso, que no aciertas siquiera a fumar. Solo puedes seguir escribiendo, respirando fuerte como si estuvieras follando, porque te estás follando otra vez un papel en blanco que en realidad nunca te dio miedo. El folio solo es un folio, es la sequía en tu cabeza lo que te marchita el futuro porque no confías. No te entregas. No te arriesgas. Para.

Un momento.

Respira.

Llena esos pulmones debilitados, produce exceso de glóbulos rojos que puedan transportar el oxígeno que conviertes en recurso escaso en esa tendencia autodestructiva que acompaña cada bocanada de un cigarro que ahora por fin sueltas para dar más libertad a los dedos, esos dedos finos de pianista que nunca rozaron un piano pero siempre soñaron con componer algo que fuera inolvidable. Serás olvidable solo porque no te recuerdas que esto, esto, es lo que sabes hacer.

Y ahora que aminoras, que reduces el frenesí de un texto que no sabes a dónde te lleva pero sí de dónde viene, te toca reproducir lo que quieres encerrar tan dentro de ti que es feto que llevas gestando desde que hace una semana te miraste a ese espejo y dejaste de gustarte: estás acojonado porque sumas tantos años como un padre pero solo eres hijo, sigues siendo solo hijo. Nada a tu nombre, nadie con quien dejar que suene el despertador, sacar la lavadora, beberte el café de la mañana, quemar las tostadas, recibir en casa, besar en el cuello o con quien tiritar de frío en esos putos eneros que tanto te asustan porque son promesas de 365 días por venir, son los verdaderos folios en blanco en los que te pierdes y ante los que sientes vértigo, porque te empeñas en simbolizar el principio de cada año con un océano en el que siempre naufragas, sin darte cuenta de que cada principio de año no es absolutamente nada más que una cajita en los calendarios.

Crees que el hecho de que ella haya resurgido de sus cenizas y te revele que te echa tanto de menos que le duele como una úlcera significa tanto que te cambia el horario para intentar ajustarlo al de ella que está al otro puto lado del mundo. Ella que está tan lejos y que habías dejado ir, ahora de repente crees que vuelve solo porque te echa de menos y le duele como una úlcera que… Eso ya lo has escrito, te repites, porque así es, te repites todos los días en lo que te hace eructar en vez de en lo que te hace relamerte, porque tienes motivos para saborear cada puto segundo que pasas de pie, pero te dedicas a amasar los minutos que pasas tumbado mirando un techo que cada vez está más cerca de tu nariz, así que te da miedo levantarte no vaya a ser que te choques ya de una puta vez contra lo que es: nada. No borres esto. Déjalo. Ella no es lo importante, aunque esté aquí presente. Cómo te enfrentas al renacer de su nombre en la pantalla de tu móvil es solo consecuencia de lo que te apabulla. Sin miedo su nombre no te desajusta. Tienes miedo, punto. Miedo al tiempo que se ha ido, a lo que no has hecho, a lo que crees que no podrás hacer.

Ya está. Publícalo en ese blog tuyo, y compártelo en tus redes sociales, porque al final eres tan compulsivo y tan obsesivo y tan narcisista que escribes para que el resto te digan lo bien que escribes, para coleccionar pulgares hacia arriba y, mira, un corazón, siéntete bien, tranquilízate con eso, embadurna tu ego con las respuestas de otros. Y a tu padre le desasosiega lo que te expones, y tu psicólogo te dice que esto es surfear, que te dedicas a surfear y lo que tienes que hacer para aprender a vivir es bucear. Y no buceas porque no coges ni aire, ese oxígeno del que hablabas antes. Y ya estás escribiendo en segunda persona porque escribir de ti como si fueras otro te hace sentir más ligero porque es una forma de enfrentarte a tus miserias en escorzo.

Dejaré de escribir. Hoy.

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