martes, 17 de octubre de 2017

Etapas

La vida, dicen, es ir cerrando etapas. Como si fuera el Tour de Francia, con sus llanos, sus carreras contra el reloj, sus cuestas rompepiernas, sus bajadas con sus peligros, sus equipos donde ora hay tiranteces, ora hay solidaridad, sus trazados que se supone ya escritos pero por los que siempre hay formas diferentes de circular. Cada uno elige la forma de hacer el camino. Hoy me han enseñado que “… lo importante es ir dejando un buen recuerdo por los sitios por donde uno va pasando”. Hoy he aprendido, de nuevo, el significado de humildad. Hoy le he dicho a Mi Padre, que ni quiere, ni sabe ser el centro de atención, que estaba muy orgulloso. Él me ha preguntado “¿de qué?”, qué obviedad, qué ganas de borrarse del cuento. De ti, padre, le he aclarado. Él me ha cogido, me ha dado un beso y, de nuevo, buscando ser personaje terciario y nunca el protagonista ni siquiera de su película, me ha espetado “y yo de ti”.

Hoy Mi Padre se ha jubilado, después de más de 40 años en el mismo sitio, un hospital por donde caminaba con aire concentrado, musitándose cosas, incluso haciendo aspavientos para acompañar el libre recorrido del torrente de sus pensamientos. Un hospital en donde el poso que deja no es común. Ahora diría yo lo de “y no es porque yo sea su hijo, pero…”, pero ni me hace falta escudarme. A pecho descubierto puedo asegurar que a Mi Padre, en su trabajo, le querían. Le quieren, coño. Como se quiere de verdad. Hoy le empezarán a echar de menos. Y los que más, sus residentes, porque para Mi Padre la transmisión de conocimiento era casi tan importante como el trato al enfermo. “No hay nada que cure mejor que la palabra”, exponía en congresos donde otros hablaban de gráficos y números. Por eso en su presentación para su despedida ha empezado con la estatua “Los portadores de la antorcha”, donde un hombre agotado estira el brazo para que otro a caballo recoja una antorcha. Hoy me decía Mi Padre lo que creía que se decían y lo que cree ahora que se dicen.



Creía que el hombre tirado en el suelo, sin poder mover más que el brazo, no hablaba, que sería el otro a caballo el que le urgía a darle la antorcha y quitarse de en medio, pues su momento ya ha pasado, es hora de que lleguen los más jóvenes a renovar bríos, a evolucionarlo todo. “Eso es lo que siempre me ha dado miedo, ser un lastre para alguien, ser un freno para los que vienen”, me contaba mientras iba a reparar su teléfono y yo a por tabaco. Si no fuera porque hoy llueve, se habría dado cuenta de que las mejillas me las mojaban las lágrimas, no las gotas.

Ahora en cambio cree que lo que de verdad ocurre en esa estatua es que el hombre abatido por el tiempo cede el paso, se aparta voluntariamente del camino, porque es justo y necesario. Tanto es así, que cuando decidió prorrogar su jubilación, solicitó a la dirección del hospital renunciar al puesto de jefe de sección, porque otros tendrían aspiraciones que él no estaba dispuesto a ofuscar. No solo se negaron en rotundo, sino que idearon una fórmula: sacarían una plaza nueva para compartir el cargo. Eso no se había hecho nunca. Probablemente pase mucho tiempo -  hoy lo que más importa es el tiempo, el suyo – hasta que se vuelva a hacer eso. Así aprecian a Mi Padre en ese hospital en el que se pasaba las horas porque amaba su trabajo tanto que lo ha dignificado como si fuera de héroes, sin darse ninguna importancia. Porque es un héroe, para tantos que no conozco y a los que ha hecho vivir mejor. Una vez un enfermo le regaló una cámara digital, cuando los teléfonos móviles aún no circulaban. Al verla en la mesa de su despacho, ese que huele a humo de puro y donde se respira sabiduría, le dije “joder, pues le habrá costado un riñón”. A lo que respondió “así es, hijo, ni más ni menos que un riñón”. Jocoso también sabe ser, pero el hecho de que me acuerde es porque descubrí aquel día otra faceta de Mi Padre. Porque a Mi Padre le descubro cada día, cuando pongo el interés que me niega la rutina.

Como cuando presenté el libro. De todos los presentes, verle allí, disfrutando, henchido, fue la mejor recompensa. Siempre valoró mi vocación de escritor, sé que guardas todos y cada uno de mis cuentos, aunque él no sea artista en ninguna de sus facetas más allá de en el arte de saber vivir, pero de alguna manera, por mi falta de constancia y por su forma de entender el ganarse el pan, lo veía como lo que siempre fue en realidad: un pasatiempo. Y cuando presenté el libro percibí que el hecho de que su hijo pequeño escribiera era lo más importante del mundo.

Como cuando fui consciente de los premios internacionales que le han dado a Mi Padre por sus investigaciones en el terreno de la diálisis. Yo los sé porque me lo ha contado Mi Madre. Él nunca lo anunciaría. A él le parece que lo que hacía es lo que había que hacer, sin más. Encogida de hombros, media sonrisa bajo el bigote, ojos tibios, y a otra cosa, que hay mucho que hacer.

A Mi Padre le cuesta expresar sentimientos, es un hombre de la razón, pero sabe cuidar a sus amigos durante toda una vida, educar a sus hijos, amar a su mujer y estar ahí cuando se le necesite. El sentido común por bandera, la calma y la sensatez como forma de vida, el respeto como único modo de comportarse en el mundo, el sentido del deber como oxígeno, el saber estar como constante. Así que cuando me dice que hoy está ambivalente, que por un lado siempre es una alegría cumplir años y verse reconocido como se ha visto hoy en la atiborrada sala donde se despedía, pero que por otro le da tristeza, le acongoja cerrar esta etapa de más de cuatro décadas, yo he sentido el mundo moverse bajo mis pies. Hoy mi mundo no giraba alrededor del sol, Galileo, lo siento. Hoy mi mundo se movía despacio en torno a Mi Padre. El hombre que me lo ha dado todo y del que lo he aprendido todo, incluso las cosas que no acato. A Mi Padre se le admira por lo que hace, no por lo que dice. Y no le gusta, por supuesto. Él no siembra admiración, él solo hace lo que le corresponde y lo hace de la mejor manera que sabe. Ya sea ser padre, marido, médico, cuñado, tío, abuelo reciente. Sea el epíteto que sea, Mi Padre busca la excelencia, no por acumular méritos, sino, simplemente, porque no sabe hacerlo de otra manera.

Hoy le veo jugar con sus nietas como posiblemente no supo jugar nunca con sus hijos, porque, padre, si la vida es ir cerrando etapas, también es cierto que esto va de abrirlas a la vez. Al abrir la puerta de la segunda generación, en algo has cambiado, y eso es estar vivo. Supongo, y ya es mucho suponer, porque en realidad, claro, no tengo ni puta idea de qué es ser padre, que con nosotros te podía la responsabilidad, y con tus nietas solo te puede la tranquilidad de que de ti no depende su formación como personas. Tú estás ahí para ser feliz con ellas y que ellas quieran que les cuentes otra vez esa historia, que les enseñes otra vez a jugar al póker, que pierdas con ellas al parchís. Así que, sí, estás tan vivo como siempre, aunque ahora ya no vayas al hospital al amanecer, lo que te gusta madrugar, que yo es que no lo entiendo. Porque no nos parecemos, no pensamos igual, no aspiramos a lo mismo. Y saberlo (¿te acuerdas de aquella charla en la terraza de abajo, que tú recuerdas como una epifanía? Claro que te acuerdas), solo nos acerca más.

Ahora harás cosas nuevas, leerás nuevos libros, escribirás para otros que no sean compañeros o entusiasmados residentes con tan pocas horas de sueño que no entienden como tú sonríes igual a las siete de la mañana que a las cinco de la tarde. Recorrerás nuevas rutas por la sierra, te apuntarás a actividades que no pensaste nunca que harías, y quizá, solo quizá, verás que nunca podrás ser lastre, porque el lastre es lo que impide el vuelo, y tú nunca me has instado a dejar de volar, aunque mi cabeza requiera de nubes más que de hierba y la tuya en cambio no se levante más que para mirar lo que hay delante y lo que podría haber. Porque contigo al lado puede haberlo todo.

Gracias. Tantísimas gracias. Este texto ni lo voy a repasar. Porque es justo y necesario haberse dejado llevar por el orgullo que me despiertas hoy y siempre. Es justo y necesario, como el dejar de ponerte la bata, aunque el hospital vaya a perder un pilar. Sigue enseñándome, por favor, aunque mi inmadurez me empuje a decirte a veces que sí, que ya nos tomaremos tú y yo esa caña que ansías pero que yo dejo para otro día porque, total, eres Mi Padre. Así de tonto soy a veces, movido por el pensamiento de que eres inmortal. Necio que soy en ocasiones.

Hoy, ni en el pueblo ni en Madrid, no soy Julio, el que escribe. Hoy soy el hijo del médico. Siempre.

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