miércoles, 4 de octubre de 2017

La herencia

¿Te acuerdas cuando se murieron papá y mamá? Claro, cómo no te vas a acordar. Nos quedamos solas, o eso creímos. En momentos así, recuerda, no sabes por dónde te viene el aire. No aciertas a atarte los cordones a la mañana siguiente, como para abrocharte el sujetador. No te despiertas, porque has dormido minutos. Las ojeras te guían por la casa, y menos mal que la conoces, si no te perderías en 90 metros cuadrados. Dejas que el agua de la ducha se derrame por tu cuerpo. La esponja se desliza por tu cuerpo como si la sujetara otra. Te secas sin notarte mojada, te vistes sin ser consciente de tu desnudez. Te maquillas como Sísifo, cada lágrima borra el rímel recién puesto. Sales a la calle y no entiendes cómo la gente puede caminar, comprar, trabajar, tirar de correas o de manos de niños. Cómo puede la vida seguir si la de papá y mamá se apagó hace unas horas mucho más largas que sesenta minutos. Cómo hace el vecino para sonreír, cómo consigue la conductora del taxi ir oyendo Radio 3. Cómo es posible que una carrera al tanatorio valga dinero. Qué dice este sobre horarios, qué murmura el otro sobre costes, qué apostilla aquella sobre la sala 12.

Respirabas porque no hay que pensar en respirar. Si no, haría rato que habrías dejado de hacerlo, pues éramos incapaces de obrar nada. Nada.

Y firmamos papeles como si fuéramos niñas garabateando sin sentido. Nos leyeron testamentos que ya conocíamos pero habíamos dejado de entender. Todo nos lo habían dejado, cuando lo único que importaba era, eso, que nos habían dejado. Si en ese momento nos hubieran enseñado documentos en coreano, los habríamos firmado igual. El boli dibujando firmas autómatas sobre folios impresos en oficinas donde becarios reirían ante los apellidos de los muertos, imaginando quiénes podían ser, porque qué más da todo cuando cobras una puta mierda en asesorías cuyos nombres terminan con “e hijos”. Tú y yo dejamos de ser hijas. No hay edad para ser huérfana. Peinarán canas esos becarios cuando por primera vez se sientan huérfanos. El orfanato es el mundo. Es tan desolador sentirse andar por un orfanato infinito que menosprecia la h que pondrías si no fuera por el corrector o por fanatismo hacia la etimología. Que rían mientras puedan.

El apartamento en Denia. El prado de Béjar. El piso en Arturo Soria. La casa de la calle León, su casa que hicieron nuestra. Donde se comía los domingos, que había que abrir la mesa para que cupiéramos todos. Las tres cuentas corrientes y los ceros que guardaban. Todo. Para ti y para mí.

Y ahora que ya no pensamos en ello cada día, porque hasta la muerte aburre y veinticuatro horas no dan para más que para llegar a la cama, te quieres quedar el apartamento y algunos miles de euros. Para tu futuro, dices, como si existiera. Y me mandas cartas que firman abogados de apellidos compuestos. Y me citas en juzgados que solo había visto en telediarios. Y me dejas mensajes de Whatsapp que no requieren de respuesta porque no albergan signos de interrogación, solo puntos y cada tilde puesta. Y yo te digo de hablarlo, de quedar a tomar café, donde quieras, yo me acerco. Pero no respondes más que con sellos pegados en sobres que llevan impreso el acrónimo de un bufete de abogados cuya prima dependerá de cuánto tuerza mi brazo. Si yo ya me quedé manca cuando me di cuenta de que hermanas es una palabra, solo una palabra, sin más significado que el de la RAE, sin más sangre que la que se propaga por las venas de los ojos cuando se me mezcla la rabia con la pena, sin más lazo que el de un regalo de cumpleaños que te recuerda Facebook. Me has regalado las mismas gafas dos años seguidos pero posiblemente no lo sepas porque las habrá elegido tu secretaria después de hablar en secreto con la mía.

A mí me sale decirte que te quedes con todo, si al fin y al cabo nuestro no era nada, si nos vino dado. Si nunca decidimos sobre ese testamento inamovible. Si no repartimos, solo recogimos, como si hubiéramos plantado algo cuando en realidad ni conocemos el puto prado de Béjar ni lo que allí podría crecer, que me acabo de enterar que mide quince hectáreas porque me lo ha dicho Paqui, que cada vez que le cuento llora por teléfono tan fuerte que me salpica. Para qué coño querremos un prado que será un erial. Yo te lo daría si me lo pidieras con una sonrisa y una cerveza. Pero me dicen que no. Que defienda lo que es mío por ley. Ley. Qué palabra tan grande para tener tres míseras letras. Nico y Marta no saben lo que es ley. Me preguntan y yo ya no sé, me suena a los cuentos que les contabas cuando nos juntábamos en la playa, hace tanto que se habrá secado el mar y ni nos hemos enterado.

¿Te acuerdas cuando enterramos a mamá, que se murió a los tres meses de papá? Yo siempre diré que se murió de pena, de amor. Me da igual que los médicos sentenciaran que fue la metástasis. No fue el cáncer lo que se la comió. Fue la ausencia de papá, que la ahogó. Claro que te acuerdas. Pero me pides que firme. ¿Que firme qué? Documentos lacados con mucha validez legal, pero nada más. Y con el boli soltando tinta justo encima de la línea que le hace de sombrero a mi nombre Alex me regaña, llama a mi orgullo, como si el orgullo condujera alguna vez al destino que beneficia. Ya no vas al apartamento, si está decorado con dibujos de Nico y Marta y de ti no tiene ni el nombre en el buzón. Me preguntan qué quiere decir herencia y que por qué no les recojo del cole, y yo no sé explicarles que es porque me paso las tardes con los abogados que cacarean con los tuyos aun sin haberse visto la cara. No te acucian deudas como para que miles de euros te devuelvan una sonrisa que ya solo reconozco en fotos. Y tus Whatsapp dicen que tú no tienes por qué acogerte a lo que diga un legado que firmaron papá y mamá cuando nacimos. Que crees que deberíamos poder decidir repartos de bienes. Bienes. Si son males. Si papá y mamá hubieran expirado sin nada, tal vez tú y yo nos seguiríamos viendo los domingos en la casa de la calle León.

Nos veremos de nuevo en los juzgados, para que la jueza Márquez decida de una vez si ha lugar la vulneración de unas voluntades que no fueran últimas porque parecía que no hacía falta. ¿Te acuerdas cuándo mamá nos cogía la mano en el entierro de papá y nos decía que todo estaba bien, que lo habían hecho bien, que no nos preocupáramos, que les dijéramos a los nietos que les iría a ver pronto? Claro que te acuerdas.

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