lunes, 8 de agosto de 2016

Parar el tiempo

Todos los veranos la misma historia, con lo que ya sabes cómo acaba. Aun así, insistes. Porque compensa. Siempre. Cada verano. Todos los veranos.

Vuelves a Madrid después de haber detenido el tiempo. Nada ha pasado en el mundo mientras tú te encerrabas entre murallas y cuevas. Sólo lo acontecido en diez kilómetros a la redonda importa. El resto, simplemente, no ha existido. Has desafiado todas las leyes de la física y has paralizado todos los relojes. Llegaste un viernes y te vas nueve días después y al regresar te hablan de hechos que a ti te suenan a arameo. Olimpiadas, reuniones políticas, muertes, nacimientos, parejas que se rompen, parejas que se crean, famosos desnudos, desnudos famosos, fichajes insultantes… Ni siquiera el anuncio de las Perseidas ha pasado. Nada. No ha pasado nada. Sólo lo que tú has hecho, has tocado y has visto durante nueve días en los que te olvidaste de tu fecha de nacimiento en el DNI. En el pueblo no tienes treinta y pico. En el pueblo tienes la edad que quieras. Y todos queremos ser niños un ratito más. Sólo un ratito más. Nueve días, por ejemplo.

Nueve días inmerso en la felicidad más palpable que conoces. Y luego, claro, todo termina. Y al entrar en el mundo real, las lágrimas, esas que habías olvidado durante nueve cortos días y larguísimas noches, se rebelan y son escupidas por ojos cansados y ansiosos de volver a manipular el tiempo para que los próximos 357 días fuesen 357 minutos. Segundos.

Es en ese pueblo perdido en La Mancha donde te reconoces en todo tu ser. No hay máscaras. No hay tapujos. No hay escrúpulos. No hay vergüenza. Sólo hay todo lo demás. Lo que importa.

Sabes cómo acaba. Aun así, insistes. Porque compensa. Cada verano. Todos los veranos. Hasta que el tiempo diga basta y ya ni veas ni toques nada.

No llores porque terminó, sonríe porque lo has vivido. Eso dicen. Eso hay que hacer. Pero yo no sé. Porque aún no me he quitado la pátina de niñez con la que me pinto desde la coronilla hasta los pies cada vez que dejo atrás el cartel que anuncia el nombre del pueblo. De mi pueblo. Mi. Pueblo. Porque es mío. Cada vez más.

Claro que lloras. Sin tregua. Lloras porque has bailado importándote tanto el qué dirán como te importa el cricket. Lloras porque has corrido detrás de amigos que se torcían de la risa. Lloras porque has saltado hasta que te quemaban los gemelos. Lloras porque has bebido lo que en cualquier otro lugar sería impensable que fueses capaz de tragar. Lloras porque has comido en mesas de veinte y cada bocado era como vaciar la cornucopia. Lloras porque has reído hasta el punto de ser incapaz de controlar los espasmos. Lloras porque has besado como no recordabas que se podía besar y porque has abrazado un cuerpo desconocido pero cálido. Lloras porque has sonreído durante nueve días y no ha habido nada ni nadie capaz de encogerte los labios. Nueve días que se contaban marcha atrás. Como en una explosión controlada. Y cuando todo revienta y el edificio se hunde, el polvo te llega a los ojos y, claro, lloras.

En el pueblo no tengo amigos. Tengo hermanos. En el pueblo no me conocen. Saben quién soy. En el pueblo no busco, encuentro. En el pueblo, entre la presentación del libro y que he hecho de mi casa una sede, me llama por mi nombre gente que no sé quién es. En el pueblo no tengo casa. Tengo un palacio. Con dos cojones. Un palacio heredado que me susurra regalos cada vez que abro sus puertas enormes, viejas, desconchadas, preciosas. Una casa que enseño orgulloso. Como mis amigos, que llaman a sus padres para pasearles por la casa, ya sin mí de guía, pues esa casa es suya también. Una casa coronada por una cúpula que ya es famosa y con un patio que ha sido el punto neurálgico de estas fiestas, que me perdone la Plaza de La Mancha. Una casa en la que soy rey. Sin vasallos. Allí todos somos nobles, con un único requisito: pasarlo lo mejor que puedas. Sin descanso. Como los niños, cayendo rendido a la cama de tanto que has jugado.

Sabes cómo acaba. Aun así, insistes. Porque compensa. Por ellos. Por ellas. Por esa gente que me hace sentir que mido siete metros.

Nos llaman Los Frikis. Porque lo somos. Somos tan originales, tan graciosos, tan incansables, que nos pueden llamar lo que quieran. Y ampliamos el círculo y captamos adeptos, nobles todos ellos. Niños y niñas. Por nueve días.

Y al décimo, vuelves, y lloras, como todos los putos años. Como todos los putos veranos, que siempre terminan igual.

Como en el Parchís. Cuando estás a punto de culminar el juego, te comen por detrás, vuelves a casa, y hasta que no saques un cinco…

Hemos creado las horas y hemos nombrado estaciones. Hemos inventado la nomenclatura para el paso del tiempo. Y de qué sirve, si no lo puedes parar durante más de nueve días.

Lo llaman vacaciones.

Yo lo llamo vida.

Yo lo llamo pueblo.

Yo lo llamo mi reino. Donde soy monarca sin súbditos.

El año que viene, otra vez. Da igual que te prepares. Llorarás de nuevo. Y será la prueba de que sí, compensa. Siempre.

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