martes, 28 de octubre de 2014

Cenizas



(Corto rodado por Juanjo Ruiz Navarro, y no interpretado por Juanjo Ruiz Cruzado.
El texto busca acompañar al vídeo, una voz en off podría funcionar... hasta entonces...)

Todo empieza donde lleva empezando desde hace tanto tiempo que no recuerdas otros inicios. Todo empieza en la forja, que fue de tu padre, que es tuya, que no quisiste para tus hijos. Una forja de la que eres amo, de la que eres esclavo, que es tan tuya que eres tú.

Ese recinto atestado de infinitas herramientas y enseres, a los que conoces a todos por su nombre y apellidos y que localizarías aún sin la luz que entra por las cristaleras de esa puerta enorme que has cruzado tantas veces, que has abierto de par en par tan pocas.

Puro horror vacui para cualquiera, es el orden para ti, que necesitas de esos instrumentos y maquinarias para realizar tu oficio. Porque ser herrero no es una profesión, es un oficio, de los que ya no quedan, de los que tienen dioses griegos. De los que desaparecerán, y tú llegarás a verlo, cuando jubilado entiendas que fuiste de los últimos que quedaban. Extintos, para siempre.

Todo ocurrirá cuando se apague esa llama, esa llama que es el motor de tu taller, es el corazón que bombea la sangre de óxido que fluye por tu cuerpo. Esa llama que, como el homenaje al soldado caído, siempre debe estar encendida, esperando a recibir metal que ablandar, nada se le resiste a la llama. Nada, salvo eso que llaman progreso. Y hasta que nos devore, a ti y a la llama y a todos, el fuego seguirá chisporroteando en tu imperio de otro tiempo.

Cuidas el fuego pues de él depende toda tarea. Es el motor de tus acciones mientras estés allí dentro, allí donde has pasado tantas horas que cabría una vida. Cuidas el fuego porque él te ha cuidado a ti. Os conocéis y os respetáis. Tú le das metal, él te da el poder de moldear lo que parecía inmanejable.

Y de ahí al yunque, ese viejo compañero tan pulido como tus manos, tan duro como tu pecho, tan sencillo y eficaz como una existencia. Reposas el metal incandescente sobre la piel fría y tersa de tu perenne amigo y martilleas. Y martilleas. Y lo que empiezan siendo sólo sonidos, golpes, se convierte diríase en música, una música como con ritmo de suspense, ritmo que tú creas sin ser consciente, pues tan acostumbrado estás que, como un director de orquesta veterano, mueves las manos y algo bonito suena, aunque para ti sólo sea inercia.

Todo se lo debes al fuego. Al yunque. Al martillo. A tus manos. A tus brazos. A tu mente tranquila y concentrada. Por eso, nunca le debes nada a nadie, tú que has alimentado a tu familia a base de metal, un metal con el que no se fabrican monedas, pero con el que tú fabricas todo lo demás, lo que de verdad tiene valor. Lo que perdura y no se rompe, jamás.

Das forma a lo que antes sólo era una vara, aprovechas cada posibilidad que te ofrece tu yunque, ese armatoste pesado que los ignorantes reducen a un instrumento tosco, no ven las posibilidades de su brazo curvo, de sus agujeros, de su punta. Sólo vemos un objeto de otro siglo, y no lo entendemos.
Como a su dueño, al que los forasteros verán como a otro cerrajero de mono manchado y manos poderosas. No verán al herrero hambriento de crear arte en cualquier metal. No verán sus posibilidades, atisbarán una pieza maciza y pensarán “sólo es un yunque”.

Pero tu yunque, tu martillo y tu pericia son capaces de hacer crecer hojas que se retuercen, brotar rosas que se cierran, parir lagartijas que corretean sin moverse, coronar monarcas de barrocas partidas de ajedrez, rescatar quijotes de recuerdo y de exposición, trazar escaleras de caracol únicas y levantar verjas para un mundo que dicen que necesita vallas.

Mimas el metal como si fuera frágil. Y es que, al pasar por tu forja y por tus manos, lo es. Por culpa del fuego, ese que se resiste a consumirse, ese que estará mañana, junto con el martillo, junto con el yunque, junto con tu boca que sabe a metal y a tus dedos que nunca perderán el tacto. Todo seguirá mañana, entre martillazos que no sonarán como martillazos.

Hasta que decidas que ya no sea mañana igual que casi todos tus mañanas. Se apagará el fuego entonces. Cobijarás cierta nostalgia. Y ya no quedarán herreros en el pueblo. Ni en el pueblo de al lado. Ni en el de al lado. Se acabó.

Qué será de tu yunque.

Qué será de tu martillo.

Qué será de tus manos, que dejarán de tocar metal para recuperar el resto de placeres.

Qué será de tu boca, que sabrá a todo aquello que sabe.

Qué será de tu vida, que ya no necesitará de más forja que la que tú quieras darle.

Ya no sonará música en ese taller ni saldrán lagartijas inmóviles. Correrán ellas y la música que escucharás puede que esta vez no la esculpas, sino que la bailes, dejándote llevar incluso por instrumentos de viento. Nadie lo merece más que un artesano que resistió hasta el final, hasta que las lluvias de las fábricas apagaron esos pequeños fuegos chispeantes de los oscuros talleres, que no cejó en su empeño de demostrar que las cosas que de verdad importan, aquellas que permanecen, sólo alcanzan la perfección a base de paciencia y oficio. Puro oficio.

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