jueves, 25 de septiembre de 2014

Asimetría, diez años después

Fue la primera. La primera en muchas cosas, para muchas cosas. Fue hace tanto tiempo que puedo poner su nombre. Ni me lee ni me sabe.

Al poco de dejar la relación, publiqué un relato que nada tenía que ver con ella. Y se lo dediqué.

“A Bea,
Que hace tiempo me dejó de leer”.

Siempre fui así de peliculero. Tanto, tanto, que cuando provoqué la ruptura no pude resistir el impulso de escribir una crónica de cómo viví el final de nuestra historia. Primer connato real de extimidad, esa necesidad mía de narrar mis peripecias, de escribirlas y regalarlas. Es absurda y es exhibicionista, pero es necesidad, y alimenta este blog.

Aquel documento se podría haber llamado ‘Los tres últimos días’, por ejemplo. Pero lo llamé ‘Asimetría’. Porque ahí, en el desequilibrio de las formas y los contornos, veía yo la causa del mal endémico que sufría nuestra relación, tan novicia, tan experimental, tan de descubrir a dúo. Tan bonita.

Y se lo mandé por email a los amigos que consideraba me iban a preguntar “¿qué ha pasado?”, consternados ante lo imprevisto del desenlace. Quise ahorrarme explicarlo veinte veces, y quise terminar de explicármelo a mí mismo. Lo que yo creí un acto generoso, pues estaba compartiendo mi experiencia, fue en realidad egoísta. No sólo hablaba de mi intimidad, hablaba de la de Bea. Fui culpable por inocente. Pero de eso me he dado cuenta ahora.

Ella optó por no hablarme más ni saber nada de mí, y yo siempre lo achaqué a que ella habría elegido no dejar la relación. A que le partí el corazón, así, tan rimbombante y engreído.

Al tiempo me enteré de que entre la lista de destinatarios del mail estaba un amigo común. A ella la conocí a través de él. Él decidió enseñarle el texto, y luego avisarme. Siempre me pareció una acción loable, pues la amistad que tenía con Bea pesaba más que la que tenía conmigo, y fue honesto con los dos. Desvelado el error, intenté ponerme en contacto con ella, no para explicarme, pues en mi ignorancia ególatra no veía que tuviera que hacerlo, para mí 'Asimetría' no tenía nada de malo. Por supuesto, fracasé, no conseguí nunca que atendiera mis llamadas o respondiera a mis mensajes. Me encogí de hombros, acepté la situación y entendí que no volvería a saber de ella nunca más. Que es lícito y ocurre odiar a alguien porque aún le quieres y te deja. Encima me vestí de víctima. Ridículo.

Hoy, tanto tiempo después que rara vez Bea entra en mis conversaciones o pensamientos, recupero ese texto. Lo había dado por perdido, pero hay documentalistas, y documentalistas. Y yo soy un tipo afortunado que cuenta entre sus amigos con profesionales de diversos campos de la investigación. Y son buenos en sus oficios, resolutivos.

Así que abro el archivo que data de diciembre del 2004 y releo ‘Asimetría’ y veo el horror. Son ocho páginas, con el texto sin justificar y sin interlineado que valga. Hace daño a la vista. Pero es el contenido el que lastima el ego, el que provoca una vergüenza que llega a deshora, el que me hace comprender que, en el mismo momento en el que le di a enviar a aquel mail, entraba para siempre en la lista negra de Bea, claro, pues lo que sólo a ella y a mí debía importarnos se propagaba por la red entre destinatarios que la habían conocido y que, desde el momento en el que le dieran a ‘Descargar archivos adjuntos’, iban a conocerla de un modo que ella no elegiría. ¡Si en un momento dado incluso escribo su número de teléfono! Nueve dígitos que no activan ningún resorte en mi cerebro. En su momento seguro que podía recitarlo al revés, y ahora sólo es una retahíla de números que no me dicen nada. Los números de teléfono no ocupan ya espacio en mi memoria, ni siquiera el suyo, ni el de las que la siguieron y fueron asimetría pero ya no lo tecleé en forma de textos sobrevalorados y sobrexpuestos.

Los laísmos que se multiplican en ocho páginas, la precisión del relato, pues de una ruptura recuerdas hasta de dónde soplaba el viento, y ya puede haber llovido desde entonces, la justificación del desamor disfrazada de texto con ínfulas y con poco valor literario, la negación de su punto de vista, la imposibilidad de respuesta, la desnudez a la que sometí a la coprotagonista, aunque en realidad ella era única protagonista y yo sólo narrador, que se cree omnisciente y en realidad conoce poco más allá de lo que está delante de sus adolescentes fosas nasales. Todo eso y algo más, pues hay que leerse el texto, si se tiene valor y tiempo, razona la reacción de ella, su desaparición, o mejor, mi desaparición de su mundo, donde ella, como todos, procura elegir quién entra y quién permanece, y a mí eligió vetarme. Ahora entiendo por qué. Ahora, casi una década después, le doy la razón. Ahora que no sirve de nada. O bueno, a mí supongo que me sirve. Para corregir un recuerdo distorsionado. Para corroborar que, menos mal, escribo mejor que entonces. Para creerme que soy algo mejor que entonces, cuando fui el primero en muchas cosas, para muchas cosas.

Fue hace tanto tiempo que ahora puedo escribir su nombre, pues ni me lee ni me sabe, y ahora sé por qué, menudo zopenco.

Al tiempo de dejar aquella relación, publiqué un relato y se lo dediqué:

“A Bea,
A quién escribí y describí y ella me borró”.

Siempre tan peliculero. Siempre tan aprendiz, pues aún se me escapan laísmos.

Era otoño, era en un banco del parque de El Retiro, podría decir cuál, y el viento soplaba con ganas desde el oeste.

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