jueves, 4 de abril de 2024

Onzas y Estocolmo

Una vez tuve la suerte de perderme en la sierra. No sabría decir cuántos años tendría, pero los pocos como para saber que aquello era infancia. En ningún momento me preocupé, porque me había perdido con mi padre.

Éramos un grupo de más de diez, entre familia y amigos, y algo pasó, o nos adelantamos o nos retrasamos o cogimos otra trocha, el caso es que de repente estábamos solos. Conocedor de la ruta, les esperamos en el camino de vuelta, no sé si porque se sabía algún atajo o porque la vuelta era la ida a la inversa. Así que nos sentamos en unas piedras y esperamos. Y esperamos. Horas. Y mi padre solo tenía una cosa en la cabeza: mantenerme entretenido. Nunca antes - y no recuerdo después - se vio en esa tesitura, solo con un niño, sin nada más que su imaginación y su presencia. Con la obligación de jugar. Tan de la vieja escuela que ser padre implicaba seriedad más que agacharse para hablarme a mi altura. Pero ese día tenía que ser algo que no había practicado tanto, algo que pocas veces volví a verle permitirse: un poco crío, poniendo voces y caras. Nos encontramos cuando nos perdimos.

Teníamos parte de la comida, ¿o era toda? Cómo funciona la memoria, porque nítido en mi cabeza sí está el chocolate con leche Nestle, en su funda roja de toda la vida. Y él me iba dando. Jugábamos a las capitales. No sé qué hice hace un mes, pero en mi cabeza aún suena “Suecia” y yo decir “Oslo” y él responder “¡Pero esto es el colmo!” y yo reírme y gritar “¡Estocolmo!” y él sonreír, partir otra onza. Jugaríamos a más cosas, todas de lenguaje, mi padre nunca fue de interactuar con nosotros con juguetes. Nos enseñaba los juegos a los que él jugaba en otra vida, y ya nos dejaba a mi hermano y a mí. Siendo abuelo ha vuelto a jugar, pero entonces era padre. Seguro que hasta me proponía problemas matemáticos. No me aburrí ni un minuto. No pensé en el resto del grupo más que al principio. No eché de menos a mis primos, ni a mi madre, ni a mis tíos ni a mis primos ni a mi hermano ni a quién carajo más fuera en aquel grupo que podría haber desaparecido y yo habría seguido ahí, tirado en la hierba o sentado en una piedra, devanándome los sesos porque Hungría es Bucarest o es Budapest, espera, dame un segundo… y más chocolate.

Y por la trocha por la que debían aparecer, aparecieron. Mi madre de las primeras, con la camisa abierta, sin sujetador, tan campante. Mi tío con su sombrero de paja, mi hermano y mis primos y primas correteando. Se aproximaron sin prisa, sonriéndonos. Fue él al verlos el que, de repente, se mostró quizá algo tenso. Porque lo había estado todo el rato, y yo jamás me di cuenta. 

Nadie pensó que podía habernos pasado nada, simplemente porque estaba con mi padre. En medio de la sierra. En un día de un cielo que es el cielo que pintan los niños. El cielo de Los Simpson. Estuvo bien que nos juntáramos de nuevo, pero tampoco me habría importado si se nos hubiese hecho de noche, porque estaba con mi padre y nada podía pasarnos, quizá equivocarme en alguna de sus preguntas o perderme en alguna de sus historias. Tenía un amigo en el colegio que se movía tan despacio que le llamaban La Esfinge. O aquél, inventado, seguro, sacado de algún libro, que se lo creía todo y que si le decías “donde pongas el ojo, pon la bala”, disparaba y salía corriendo tras el proyectil. Todas esas historias rescataba de su ingente memoria y me narraba y yo me tronchaba de la risa, hasta que llegó el resto. Que qué ha pasado, que por dónde habéis ido, que cuánto habéis tardado. Yo no entendía que él preguntase y se quejase como si algo malo hubiera ocurrido. No sé qué hicieron el resto todas esas horas, qué vistas nos habíamos perdido o qué pico habíamos dejado de escalar, pero estaba seguro de que mi padre y yo nos lo habíamos pasado infinitamente mejor que ellos. Eran ellos los que se habían perdido. Yo estaba con mi padre, gritando Estocolmo en la sierra de Gredos y nadie más había probado el chocolate. El mejor chocolate del mundo. Porque me lo daba mi padre.

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