martes, 25 de julio de 2017

La rueda

Nos pareció buena idea. ¿Por qué no? Ya sabes que el verano en un pueblo es muy largo. Bueno, cuando eres niño. Que era entonces. Hace no tanto. Tres meses eran 122 días. Uno tras otro. Y si no echas siesta, porque para qué, si ya dormíamos 10 horas del tirón por la noche, que ya sabes que en el pueblo refresca a partir de las nueve, pues los días duran tanto que ocupar todas las horas se hacía muy difícil. Así que cualquier excusa valía para pasar el rato. Una rueda era una excusa. Una rueda y un terraplén eran un misterio que valía la pena descifrar. ¿Llegaría rodando hasta abajo?

Así que Paquito y yo agarramos aquella rueda y la pusimos al borde de la cuesta. Ya sabes, la que baja desde el castillo. Por donde nunca sube nadie. Campo a través, entre piedras y pinos. Con suerte, lo mismo un conejo despistado se ponía en medio y la rueda al final nos iba a dar de cenar. ¿Por qué no? Con 9 años no hay imposibles. Con 9 años piensas que sí existen los conejos tontos. O lentos. O sea, cualquier cosa menos un conejo.

Ni cogimos carrerilla. Simplemente la pusimos de canto y la soltamos. Y allí que fue, rebotando, resbalando, pero rodando sin remisión. Saltábamos con la boca abierta, dábamos incluso palmas, creo recordar. Seguíamos la estela de la rueda como quien sigue la vida. No se nos podía escapar.

Un niño no sabe lo que es la consecuencia. Un niño actúa porque el deseo de hacerlo es mayor que la responsabilidad de saber parar. Un niño no puede mirar al futuro. No sabe qué es eso. El pasado es ayer y ya, y el presente es continuo. El futuro solo abarca los próximos 15 segundos. Que es más o menos lo que tardó la rueda en estamparse contra el pecho de Jaime. Qué coño haría Jaime en el pinar, él solo. Luego ya nos dijeron que solía poner trampas para ratones por ahí y que, como buen niño de pueblo, pensaba que la biología era un juego, no una ciencia. Destripar un ratón para ver cómo funciona era la mar de interesante. Hoy posiblemente te denunciarían por maltrato animal. O incluso por arrojar escombros. Como si una rueda fuera un escombro, ja. Un niño no tira nada a la basura, todo puede tener un uso.

Le reventó el esternón. Murió en el acto, dicen. Yo no lo sé. Un niño no entiende la muerte. Bueno, no la entiende nadie, pero se acepta mejor con 90 que con 9, dicen. Yo dejé de saltar y de dar palmas, pero la boca seguía abierta. Fue Paquito el que reaccionó, corriendo a casa. Yo me quedé allí, mirando a Jaime en el suelo y a la rueda a su lado. Ya quieta.

¿Qué te puedo decir? Que dejé de tener 9 años en ese momento. Que Paquito se fue del pueblo. Que los padres de Jaime nunca volvieron a vestir de colores. Que la hermana de Jaime tardó meses en volver a hablar, para decir su nombre y volverse a callar hasta el verano siguiente, cuando se tiró por esa misma cuneta, quizá esperando reencontrarse con Jaime. Se encontró con el médico, que le cosió la brecha en la cabeza. Y ya volvió a hablar.

Pienso en Jaime todos los días. No éramos amigos, pero era del pueblo. De la calle de Daudén. Donde vive ahora el médico. Otro médico, que aquél se jubiló al poco. ¿Cómo sería Jaime hoy? Se habría hecho veterinario. Y yo tal vez me hubiera ennoviado con su hermana.

El otro día hablé con Paquito, que de vez en cuando vuelve al pueblo a ver a su abuela, que ya no le reconoce.

Me dijo que el otro día pasó lo mismo en un pueblo de Castellón. Exactamente igual. Que lo leyó en las noticias y se puso a llorar. Que su mujer no lo entendía, porque nunca se lo había contado. Ni a su mujer ni a nadie.

Yo no lloré mientras me lo contaba. Me había quedado seco. No lloro nunca. Ni amo. Ni odio. Como para casarme. Como para tener hijos. Como para querer tenerlos y que un día un juego termine matándoles.

Porque era un juego.

Ya no se ven conejos en el pueblo.

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