martes, 28 de mayo de 2013

En tierra

653 metros de túnel hasta la próxima parada, Tribunal. Y así hasta el final de línea, 17 paradas más. 17 frenazos, 17 acelerones, 17 veces abrir las puertas, 17 veces cerrarlas. 17 veces dejar a alguien en tierra, tal vez sonriendo, tal vez nervioso. 17 veces recoger pasajeros, tal vez leyendo, tal vez durmiendo. Soy conductor de vidas. No soy nadie.

Hasta hoy. Hoy voy a ser padre. 17 veces besar a mi hijo recién nacido, a mi mujer sudorosa y valiente. Salimos de cuentas hace una semana, pero yo también me quedaría un rato más ahí dentro, el único lugar en el que de verdad encontré armonía. Mi hijo allí dentro, yo aquí abajo.

Luz al final del túnel, semáforo en verde. Y mi móvil vibra y apago la radio y cojo el freno y descuelgo el teléfono. Marta dice que se están yendo al hospital, que Rocío está de parto. De parto. Y yo bajo tierra en Tribunal. Freno por instinto, pues no veo nada delante, sólo a mi mujer dando vida. No veo. Hasta que veo.


Un cuerpo que se aplasta contra la ventanilla, que se escurre hacia abajo, que desaparece. Gritos en el andén, el móvil en el suelo, Marta preguntando. El convoy se para. Entonces vuelvo a soltar aire.

Nunca llegué al final de línea. No vi nacer a mi hijo, que vino al mundo dos horas después de yo estrenar mi primer suicida. El primero no es el más duro, dice Ramiro, 9 años llevando convoyes de metro. El más jodido es el segundo. Es cuando te das cuenta de que no será el último, mierda de mundo. Mierda de mundo, apostilla, mientras apura el tercer cigarro seguido. No tiene por qué estar aquí, pero sabe que yo necesito que esté aquí. La policía no pregunta mucho, sabe que yo poco voy a poder decir. Son los que estaban en el andén los que fueron público privilegiado del fin de la desesperación de un hombre del que todavía no se sabe nada, sólo eso, que era un hombre, que debía rondar los 50, que parecía normal. Parecía. Normal.

Los del sindicato han aparecido pronto. No les he visto nunca, Ramiro dice que uno es majete, que el otro es un imbécil redomado que sólo está en el sindicato para liberarse de horas. Eso sí, luego no le pidas cambiar el turno o que te cubra.

Bueno, un saltador. Qué le vamos a hacer. Te pillas la baja ¿no? Unos días en casa, con tu mujer. Bien ¿no?

Ese debe ser el gilipollas.

Si crees que ayuda profesional, ya sabes, un psicólogo, te vendría bien, sólo tienes que decirlo. O si quieres hablar conmigo o con quieras.

Este debe ser el majete, aunque de momento no me lo parece.

Me voy al hospital, a ver a mi hijo. A mi mujer. A ver vida. Sólo un poco de vida.

Entro en el taxi y digo el nombre del hospital y cierro los ojos, me toco el pecho, decido no hablar. Me doy cuenta de que sigo con el uniforme y la chapa identificativa. Me doy cuenta de que mi móvil debe seguir en la cabina. Me doy cuenta de que no quiero ir al hospital y sí vomitar. Pero no hablo. Ni vomito.

Nadie sueña con ser conductor de metro. Nadie se imagina ese futuro de túneles, soledad, pitidos y suicidios. Qué hijos de puta los que se tiran a la vía, no piensan en el conductor. Que salten de un puente, que se peguen un tiro, que se intoxiquen con CO2 en su propio coche, sin joder a nadie. No hace falta perturbar la vida de nadie cuando lo que pretendes es quitarte la tuya.

Son ocho con cincuenta, y pago sin saber qué hago y me bajo sin saber dónde estoy. Miro hacia arriba y veo el nombre del hospital. El nombre. No sé qué nombre ponerle a mi hijo. Quiero fumar. Suelo fumar en la cabina. Claro que no se puede, pero es lo que tiene trabajar solo, que lo que no se puede no existe. Cuando Rocío vino a verme descubrimos que se puede follar en la cabina, si el trayecto es lo suficientemente largo. La línea 9 es la mejor para eso, es la que más intervalos tiene. Llevamos tiempo sin follar. No sé cuánto. Y ella está ahí arriba, con la familia, sonriente y cansada y dolorida. Y yo estoy aquí abajo, solo, serio y aturdido y despistado. Abajo, siempre un poco más abajo.

Entro en el ascensor con un anciano que lee el Marca, incluso andando, como si se conociera cada palmo del hospital. Dice su planta sin dejar de leer sobre Cristiano Ronaldo. Mañana ningún periódico dirá nada del suicida. No se hace apología del suicidio en los medios. Pero mañana yo no necesitaré ningún periódico para saber que ayer hubo noticias. Ni pasado mañana. Tal vez la terapia no sea mala idea.

El viejo se baja y yo me quedo solo en el cajón metálico. Como pez en el agua. Me permito sonreír, y coincide que se abren las puertas y se sube una de esas chicas que podría mirar durante horas pero a las que nunca me atrevería a decir nada. Y ella me sonríe, y pregunta si subo, y yo asiento sin saber que lo estoy haciendo, sin saber que sigo sonriendo, y ella dice que qué tonta, que ella quería bajar. Pero las puertas del ascensor no se han cerrado. Pero ella no hace amago de salir. Sólo me mira. Y me sonríe. Tras ella, las puertas se cierran, y subimos. Subo, un poco.

Llego a mi planta y me doy cuenta de que no he dejado de mirarla. Ella a mí tampoco. Ni nos hemos movido, ella sigue dando la espalda a la puerta, y yo tengo que salir. No sé si quiero salir. Carraspeo falso y ella pone su índice en el sensor de la puerta, manteniéndola abierta, sugiriendo un mundo de posibilidades que se reducen a dejar que se cierre o dejarme salir.

Dice que no sabe, que nunca le había pasado, que quiere conocerme, que no sabe, que si a mí me ha pasado lo mismo, que si he sentido algo, que no sabe. Que le dé mi número.

Al fondo veo a Marta, que se acerca al ascensor. Me ve y sonríe, camina más ligera.

Enumero mi teléfono mientras miro a mi cuñada. La chica a la que jamás me atrevería a decirle nada apunta en su móvil los nueve dígitos que le llevarán a mi voz. Yo camino. Me abrazo a mi cuñada. Oigo cerrarse las puertas. Huelo a la chica a la que jamás me atrevería a... El hospital huele a hospital pero yo sólo huelo a...

Marta abre una puerta, Rocío duerme y mi hijo también, a su lado. Mis suegros me miran satisfechos. Yo camino, abrazo, me inclino, beso, y me pongo a llorar. No quiero llorar. Pero estoy llorando. Marta dice que qué tierno. Mi suegro se ríe burlón y mi suegra le riñe.

Sorbo mocos y me incorporo. Rocío sonríe, aún con los ojos cerrados. Me saluda con un hola, papá, y yo pongo mi mejilla contra la suya y me hundo en la almohada y entonces veo un cuerpo que se abalanza sobre el cristal de mi cabina y desaparece entre los raíles y la gente del andén grita y yo freno y termino de desmembrar. Y ahora a quien huelo es a Rocío.


Mi hijo se llama Samuel por decisión de Rocío, que nunca entenderá que me fuera y mis suegros nunca me perdonarán. Marta no me importa. La chica del ascensor no volvió a oír mi voz porque no recuperé el móvil. Tal vez contestó Ramiro y aprovecho la oportunidad de demostrar que el amor a primera vista no existe, y si existe, desaparece cuando se cierra la puerta.

En lo alto de un acantilado gallego que no conozco me pregunto porque el cobarde que se tiró a la vía hace un mes exacto no se vino aquí y decidió dar un paso en falso y al carajo. Nadie se enteraría, tal vez ese sea el fallo. Se busca reconocimiento en el suicidio, me pregunto, sin entender la frase, justo antes de darme la vuelta, buscar un teléfono, llamar a Rocío y pedirle perdón.

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