sábado, 17 de octubre de 2009

Las vías

Vestido con su único traje y su corbata menos vieja, Alfonso llegó al velatorio en tren. Entró en el tanatorio, preguntó en recepción, hotel de muertos, y siguió las indicaciones hasta el cadáver que buscaba. Ahora lo buscaba cuando en vida lo había rehuido siempre.

Eugenia y sus gafas de sol hablaban quedo con Mariano y su bigote, teñido tan de negro como el traje de ella y el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta de él. Alfonso la saludó apoyando una mano en su hombro de huérfana tardía y lanzando dos besos al aire al rozar sus mejillas. Mariano y un apretón de manos, palabras de consuelo y pésame a Eugenia, y una mirada buscando y encontrando.

Asomada al ojo de buey, contemplando el cuerpo de su marido por esa mirilla a la muerte, Antonia se secaba alguna lágrima en un pañuelo blanco con las iniciales del difunto, iniciales que ahora sólo servían para lápidas y cartas de remitentes desinformados. Alfonso se deslizó hasta ella, saludando con las cejas y una mueca a las caras conocidas y descompuestas que encontraba a su camino. Tocó en el hombro, otra vez en el hombro, a Antonia, y ella se giró tan despacio que casi era imposible darse cuenta de que lo estaba haciendo. Cuando Antonia por fin buscó los ojos de Alfonso, sonrió y le besó fuerte en las mejillas, haciéndole daño en las costillas, donde ella había apoyado toda su pena. Alfonso aguantó y devolvió el cariño irracional, sugirió un lo siento y ella asintió, volviéndose de nuevo al ojo de buey para mirar otra vez, y otra vez, cuántas veces, en vida y ahora muerto, habría mirado aquella mujer a aquél hombre. Alfonso se mantuvo quieto cinco segundos que parecieron cinco vidas, hasta que comprendió que Antonia no quería mirar nada que latiera.

Frustrado, se dio la vuelta. Se despidió en silencio, de nuevo usando las cejas como medio de comunicación, y se difuminó hasta la parada de tren. Sacó un Ducados del bolsillo del pantalón y pidió fuego a un hombre de unos cuarenta, moreno e imberbe, vestido de chándal y que fumaba sentado en un banco de la parada. Encendió su cigarro, devolvió el mechero e inspiró.

¿Otro que se ha ido, no? Ya lo siento.

Alfonso se giró hacía el hombre del chándal. No sabía si le había molestado el comentario, desafortunado sin duda, o si no le importaba en absoluto. Lo obvio no tiene porque ser molesto.

Pues sí, la verdad. Gracias. Una pena, como siempre.

Es todo lo que acertó a responder Alfonso, entre calada y calada del ansiado y salvador Ducados. Lo obvio se contesta con lo obvio.

Hombre, no siempre es una pena, ¿no? En su caso veo que sí, pero me refiero, seguro que hay muertes que pasan desapercibidas, incluso que alegran a más de un desgraciado.

Alfonso no respondió, no sabía. Apuró su Ducados, sin dejar de mirar al hombre sin un pelo en la cara ni en la lengua, que había dicho aquello con un hilo de voz y mirando a las vías.

Perdone si le he ofendido, siempre hablo de más. Me pone nervioso la muerte. En fin, ya viene el tren. Lo siento de veras.

Con el tren a unos veinte metros, el del chándal salió corriendo, saltó a la vía, y no paró de correr hasta que el tren le embistió, le pasó por encima, le troceó sin un grito pero sí con el silbido de la locomotora y desapareció. El maquinista detuvo el tren, saltó de la maquina insultando al cielo y a sus dueños, desando un río de sangre y volvió a la cabina empequeñecido y llorando. Cogió la radio y tras dar el aviso, se desmayó en su asiento de conductor y alquimista para suicidas.

Alfonso se sentó en el banco. A su lado estaba el mechero, aplastando una foto carné. Era del recortador de trenes. No siempre es una pena, seguro que hay muertes que pasan desapercibidas. Eso le había dicho el tipo aquel. El muy hijo de puta, pensaba Alfonso, le había hecho presenciar aquello y ahora le dejaba un recuerdo para que en su memoria quedase tatuada la imagen de un suicida. Se encendió un cigarro con el mechero del nuevo muerto, se desanudó la corbata y quemó la foto. Incluso hay muertes que alegran a más de un desgraciado, recordó. A Alfonso no le había alegrado la muerte del marido de Antonia, casi al contrario, le allanaba el camino, le ponía más fácil aquello de dejar de ser el eterno amante para por fin poder optar al papel de asiduo compañero de almohada. Así que debía de ser un desgraciado, y encima había comprobado que con la muerte el amor se fortalece, pues Antonia sólo le había mirado obligada, queriendo no dejar de estudiar a su marido muerto, al que había sido infiel tanto tiempo y al que ahora, muerto por fin, no podía dejar de llorar y ansiar. Y Alfonso, el desgraciado que suspira relajado con la muerte del competidor, el labrador del adulterio, el dueño de un solo traje y corbatas anacrónicas, fumador de una marca en desaparición y ni siquiera portador de un mísero mechero, testigo de un suicidio el día del velatorio del marido de su amante, sólo había sido protagonista de un apretón de ternura y hasta luego, que al que amo y no olvido está al otro lado de esta puerta y este ojo de buey es lo único que me queda para arrepentirme de haber follado contigo y no querido más a mi marido.

Así que Alfonso de repente se imaginó vestido con un chándal y lanzándose a las vías de un tren que llega. Pero ni siquiera él dejaría una foto, cabrón.

2 comentarios:

El patio dijo...

Es que no me atrevo ni a rechistar ahora que estás tan lanzado.
A tus pies, genio.

Toñy dijo...

Grande Julius, como siempre.

Te aviso que he cambiado la dirección del blog, ok?

http://sinpautanipausa.blogspot.com/

Abrazos