martes, 23 de junio de 2009

La edad de hierro

Está frío, me ha roto un colmillo y me provoca arcadas. El cañón de una pistola metido en la boca, y las manos atadas a la espalda, pero aún pienso con algo de claridad. Intento hablar, pero sólo salen gruñidos, y el metal que viola mis fauces se revuelve contra mi lengua, pues el que agarra el arma se ríe de mis balbuceos. Babeo y me asfixio, pero sigo teniendo ideas. Las ordeno, construyo mentalmente el discurso, impoluto de toda culpa, pero la Beretta silencia mi argumento. Miro hacia arriba, al que empuña el miedo, y él me devuelve la mirada como si yo no estuviera allí, como si mirara una piedra no muy diferente de la de al lado, y de la de al lado, y de la de al lado. Le interrogo con las cejas, abriendo los ojos y las fosas nasales, que mire bien adentro de mí y vea que no es mi boca la que tiene que estar mordiendo el hierro. Pero no recibo atención ninguna, como si mi poco público llevara tiempo dormido aun cuando el telón ya ha acariciado el suelo, y yo saludo y me quedo encorvado, esperando los aplausos, que no llegan nunca pese al dolor de espalda. Pero son los dientes los que me duelen, y el paladar, donde empiezan a escocer llagas, y el que tortura no mueve un músculo más allá de los de su brazo derecho, para agitar y voltear y meter y sacar el cañón de la pistola que nunca antes había salido de su funda. Y así llevamos lo que sólo serán minutos en el mundo pero son años en mi garganta y por extensión en mis entrañas. Los segundos no existen con una pistola apuntando a tu campanilla. El tiempo se detiene, se dilata, corre, avanza, retrocede, surca vidas que conocí y aquellas que quise conocer, pero no se comporta como dictan las rígidas manecillas de todos los relojes. Y entonces, luego, ahora, más tarde, no lo sé, ya, otro uniforme entra y la pistola desaparece de entre mis muelas, pero se queda en la mano del que antes reía y ahora sólo escucha. Escucha una sola palabra, y luego me mira. Y el que ha entrado vuelve a salir, esta vez sin cerrar la puerta, habiendo dicho sólo una palabra, esdrújula. Mátale. Y la pistola se apoya esta vez en mi frente, y el que antes no veía más allá de su arma me mira a los ojos. Por primera vez me mira a los ojos queriendo mirarlos. Pero nada más cambia, pues vuelve a reír, esta vez apretando el gatillo, y en esos segundos que fueron mucho más pude haber dicho algo, boca liberada de muerte, algo, lo que fuera, el discurso imaginado, la pregunta que cualquiera haría, porqué, carajo, porqué, una súplica, una exigencia de explicaciones que nunca compensarían el infierno, algo, lo que fuera, pero no dije nada. Cuando pude hablar no supe qué decir. No dije nada, pero abrí la boca y los ojos y las fosas nasales y estiré los dedos de las manos y de los pies. Todo mi cuerpo gritó, pero yo no.

2 comentarios:

El patio dijo...

El peor de los enemigos es nuestro propio pensamiento. (Gandhi)
Él nos encañona, aprieta el gatillo y acierta en el centro de la diana... cómo no, el muy cabrón, si juega con ventaja, está dentro de nosotros, nos conoce, sabe lo que nos hiere de muerte, sabe lo que nos mata y juega con nosotros a la ruleta rusa sabiendo que siempre gana. Y tantas veces nos mata, tantas veces nos resucita, nos pone en pie y nos da una palmadita en la espalda, o un puntapie y eso que ganamos, avanzar a trompicones, pero avanzar.
Y como siempre, y con los pelos como escarpias, con un nudo de angustia en las tripas... con palabra tuya: Tremendo, genio, tremendo.

Angela dijo...

ey! lo acabo de leer , y es increible! increible la forma de describirlo, hay veces que nos ahogamos en nuestros propios pensamientos y es la mayor tortuta. Ya he visto el comentario de ghandi y el mio no es tan profundo.. peero es el mio!