martes, 9 de mayo de 2023

Ratones

Tampoco tenía tan claro que quisiera. Se contaba tantas mentiras para justificarse que ya casi se las creía. Casi. Después de tanto tiempo, la idea de arrancar otra vez se le hacía un mundo. La última vez que escribió fue un diario en pandemia que compartía en Facebook para regocijo de demás seres aburridos y aislados. Qué reiterativo, si estás aislado, estarás aburrido, pensaba, para reafirmarse en que quizá simplemente ya no había forma de volver a escribir como escribía antes, cuando le endulzaban el ego diciéndole lo bien que lo hacía. Cuando no caía en reiteraciones. Mira que se lo habían advertido cuando no levantaba más de metro y medio del suelo, cuando escribió algo de lo que no se acuerda pero se lo leyó su padre y le dijo, esto sí lo mantiene en su memoria, caprichosa, selectiva, hija de puta: “hijo, aquí pones raudo y veloz. ¿No es acaso lo mismo?”. Él se quedó perplejo. Si todo el mundo dice lo mismo, argumentó para sí, será porque está bien dicho.

Un diario en una red social, venga, hombre, eso no cuenta, se repetía. Cualquiera lee lo que sea con tal de arrancarle cinco minutos a eternas 24 horas de nada. Se sabía bueno, aunque tampoco sabía qué cimentaba ese talento. ¡Impostor! No, tampoco. La rebeldía de ser el hijo pequeño de una pareja de médicos, podría ser la causa de ese manido “se te da bien escribir”. No hace falta mucho más. Pero después de tres años sin teclear una sola palabra ajena al trabajo, se le antojaba un imposible mantener ese ritmo característico de sus relatos, esa ironía que le hacía sobrellevar el absurdo, esa mirada inocente ante lo cotidiano de lo que extraía zumo de naranja. Como Etgar.

Quizá estuviese volviendo a escribir por la sencilla razón de que había vuelto a leer y en ese retorno había recuperado el ómnibus de Etgar Keret, aquel que le regaló Juan por su 36º cumpleaños, cuando celebró su nacimiento en una librería. Quién hostias celebra un cumpleaños en una librería. Cinco años hacía ya de aquello, qué evento más extraño y divertido, con tanto vino como libros y representaciones de amigos, canciones, monólogos y otros pasatiempos singulares. Todo lo singular es recordable sin esfuerzo. Todo lo que se hace por primera vez es memorable, hasta si sale mal. Como el primer polvo. La idea no fue suya, fue de Alba, claro, a él ni se le pasaría por la cabeza conmemorarse en una librería. Pero dijo sí sin pensar, estaba en ese momento en el que decir sí a todo lo tenía recetado.

Ni había tocado el libro después de colocarlo en la estantería un lustro atrás. Hasta que había vuelto a leer y tras consumir una novela, sentado en el suelo frente a la estantería pasando revista a los títulos que la poblaban, se decidió a coger del lomo a Etgar. Dos cuentos le habían valido para reírse, qué difícil reírse leyendo, y para ponerse a teclear. Y llevaba cuatro párrafos, a lo tonto. El ruido de la nevera no le perturbaba, el calor de Madrid no le asfixiaba y ni se acordaba de los porros. Quizá dejó de escribir porque fumaba porros. Bueno, también los fumaba cuando escribía. Quizá dejó de escribir porque publicó un libro y después de eso no supo cómo seguir. Mission accomplished y esas cosas. Quizá dejó de escribir porque hacía tiempo, con los 40 asomando el hocico por el escondrijo de los ratones, decidió que la intensidad y el drama no valen para absolutamente nada. Qué orgulloso estaría Juan Carlos, aunque hubiese dejado de ir a verle, si le dijese esto. Sin intensidad ni drama en su vida, de qué iba a escribir, si sus cuentos le valían como terapia, más barata que la de Juan Carlos. Eran su forma de lidiar con una vida que le sobrepasaba, aunque en realidad en su vida no pasaba gran cosa. Era el revestimiento que él le ponía lo que le abrumaba, y ahora que había dejado los botes de pintura y brillos tirados en un contenedor, para qué escribir.

Tantas mentiras que casi se llegaba a creer. Seguía sin saber si quería, pero mira, se había puesto a escribir, con una sonrisa boba en la cara y pensando, sobre todo, en mandárselo a Alba.

 

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