viernes, 2 de agosto de 2019

La peor buena suerte

Tsutomu Yamaguchi no tendría que haber cumplido los 30 años. Celebrar tres décadas de vida suponía un desafío a la física, a la medicina, a la meteorología y, sobre todo, a eso tan difícil de medir, de presagiar, de cultivar: la suerte. Eso él no podía saberlo en agosto de 1945, cuando solo era un ingeniero japonés y tenía que morir a primera hora de la mañana, con 29 años y padre reciente de Toshiko, que gateaba en su casa, en otra ciudad, esperando conocer a su padre, destinado todo el verano en otra ciudad para delinear tanques de petróleo para Mitsubishi. Tsutomu era, ese día y todos los días anteriores de su vida, un anónimo más. Uno de esos hombres pensativos que te cruzas por la calle y en los que no reparas, porque nada en él llama la atención.

Eran las 8.15 de la mañana y él caminaba por Hiroshima, contando los días que le faltaban para volver a casa. Al abrir los ojos después de un largo bostezo vio algo en el cielo. Un destello. “Pensé que el sol se había caído del cielo”, diría después. En el país del sol naciente, el sol moría ante sus ojos. El bombardero Enola Gay acababa de liberar el infierno con nombre de Little Boy sobre una ciudad que solo conocían los japoneses y mandos militares estadounidenses. Tsutomu estaba allí para verlo, a tres kilómetros del centro de la explosión.

Despertó tirado en la acera, con el cuerpo quemado y la sensación de soñar. Una nube vertical se erguía frente a él, escalando y abriéndose, generando una copa que fue negando la luz. Tsutomu no pudo entender en ese momento que acababa de caer una bomba nuclear y que él era espectador, en un palco y con esmoquin. Era seis de agosto y cualquiera diría que había vivido la peor experiencia posible. Miles de personas murieron y morían mientras a él le curaban en el hospital. Dos días después, dejó Hiroshima vendado y aturdido y enfadado y se fue a casa. A Nagasaki.

Cogió a Toshiko en brazos y lloró con su mujer. Aquél era el Little Boy que le daba la vida. Supuso que al fin y al cabo era un hombre afortunado.

Como buen japonés, el sentido del deber no menguó por mucha bomba atómica que le hubiese caído casi sobre su cabeza. Así que se fue a la oficina a personarse ante su jefe. Allí estaba el día 9 de agosto, a eso de las 11 de la mañana, explicándole lo que había vivido a 420 kilómetros de allí, en la ya mundialmente conocida Hiroshima. Su superior, incapaz de reconocer que el Imperio pudiese tambalearse en solo unas horas, no dio crédito a su historia. Le tachó de loco. Hasta que por la ventana vio de nuevo el hongo, ese que le acababa de describir Tsutomu. Fat Man había sido escupido de las entrañas de Bockscar, de nuevo a tres kilómetros de donde estaba el ingeniero quemado, cabreado y frustrado ante la falta de empatía de su jefe.

Nagasaki no era objetivo prioritario. La idea era bombardear Niigata, pero ese día llovía en ese extremo del país, a 1.335 kms de la oficina donde Tsutomu y su jefe discutían sobre la veracidad de 4,4 toneladas y 64 kilos de uranio enriquecido estallando sobre la cabeza de un ingeniero. El alto mando yanqui se rascó la cabeza, frunció el ceño, buscó otro objetivo y se decidió por Kokura, la mítica ciudad amurallada de Kitakyushu. Pero se levantó la niebla y no se veía el objetivo desde el aire. Se cerraba la ventana de tiempo para aprovechar la autonomía del B-29 Bockscar. Volaron los papeles y los mapas de la mesa del alto mando, se gritó contra todos los dioses, contra el clima. Ese era el fin de la guerra y lo impedía la meteorología. Hasta que entre el vocerío un analista apuntó que un poco más al oeste, en la cercana Nagasaki, se había abierto la niebla. Mejor eso que nada.

Y así, por lo imprevisible del viento, la nubosidad y la lluvia, Tsutomu y su jefe vieron por la ventana una explosión nuclear. Para el jefe aquello era inimaginable. Para Tsutomu era un dejá vu incomprensible.

El 15 de agosto, temblando de fiebre y a punto de perder la cabeza, Tsutomu estaba postrado en la cama de un hospital cuando Japón se rendía a Estados Unidos. Un niño pequeño y un hombre gordo habían sido más que suficientes. Y él seguía vivo, con su jefe alucinado al lado.

Cuando Tsutomu recibió el alta y volvió a coger a Toshiko en brazos, un tifón arrasó lo poco que quedaba de Hiroshima y él casi ironizó sobre la posibilidad de haber estado también allí, porque dicen que no hay dos sin tres.

En 2010, a dos meses de cumplir los 94 años, murió, al fin. De cáncer de estómago. Quién sabe si el tumor fue motivado por la radiación. De los tres hijos que terminó engendrando solo le sobrevivió Naoko, la pequeña, que enterró a su padre sin saber aún si era el hombre con la mejor mala suerte o la peor buena suerte del mundo.

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