sábado, 18 de mayo de 2019

Desempate

En 1983, en la ciudad austríaca de Velden, el ruso Vasily Smyslov y el alemán Robert Hübner se enfrentaron en cuartos de final del Campeonato de Candidatos. El día que arrancó una de las más épicas batallas del ajedrez, el ruso cumplía 62 años. El ganador recibiría 12.500 francos suizos y el perdedor 7.500. La preparación de la contienda le había costado 60.000 marcos a Robert, con lo que la ganancia jamás cubriría la inversión. Los soviéticos corrían con los gastos del ruso, pues el orgullo comunista no tiene límites pecuniarios. El dinero del premio no era, por tanto, la verdadera motivación. Sí lo era el hecho de que, por supuesto, quien ganase el torneo tendría el honor de disputarle a Anatoly Karpov el título de Campeón del Mundo de Ajedrez. Un campeonato para elegir un rival para el mítico Anatoly. En ajedrez todo se piensa, se clasifica, se ordena, se ralentiza. El ajedrez como forma de una vida que no se vive, se practica, una y otra vez, una y otra vez.

Robert tenía 34 años y jugaría contra un hombre que podría ser su padre. Cuando en 2010 Vasily murió, a Robert le faltaban cinco meses para cumplir los mismos 62 años que empezaba a contar su rival aquel jueves 24 de marzo. Ambos usaban gafas, portaban una nariz exagerada y tenían la expresión del que no dice más de 50 palabras al día. El alemán tenía labios gruesos, una frente ancha y una cabeza larga y ovalada. El ruso sumaba más carne en el rostro, multiplicaba por dos la papada de su rival y se te hundiría el índice en sus mejillas si te diera por tocarle.

La disputa tendría que haber arrancado cuatro días antes, pero se retrasó porque Vasily se encontraba indispuesto. La próstata, quizá. O un resfriado, que al borde de los 62 puede tener más implicaciones que antes. Puede que solo fuera un andancio, el caso es que no desveló detalles y Robert aceptó esperar, el respeto a la senectud.

Jugarían a diez partidas de dos horas cada una y el primero en sumar cinco puntos ganaba. En caso de empate, se jugarían dos partidas extras. Si seguían empate, otras dos. Y si llegados a este punto seguía habiendo igualdad en el marcador, podían o jugar dos partidas rápidas o aceptar elegir ganador por sorteo. No había ocurrido antes esa eventualidad.

Se sentaron el uno frente al otro, el mundo a cuadros blancos y negros entre los dos, y la negación de que fuera de los límites de aquella mesa la Tierra siguiese girando. Para ellos, no había nada más allá del tablero. Un carraspeo, un golpe al reloj y adentrarse en un mundo de millones de posibilidades. Un caballo que salta, un peón que avanza despacio, un alfil que controla una diagonal, una reina libre y amenazante, un rey timorato y necesitado de todos, una torre robusta y enérgica. Solo una ronda más de cuartos de final. Nada nuevo.

Agotaron las diez partidas con empate. Solo fueron capaz de ganar una cada uno y el resto acabaron en tablas. Descansaron. Fueron a por las dos primeras partidas de desempate y se vieron incapaces de derribar al rey contrario. Tablas en ambas partidas y otras dos de desempate, con idéntico resultado. Sumaban catorce partidas y parecía que podrían jugar otras doscientas y seguir en las mismas. Era 19 de abril, llevaban con la disputa casi un mes. ¿Qué hacer? Hübner, agotado, tal vez porque a los 62 años lo único que tienes más fuerte que a los 34 es la paciencia, se fue a casa.

La ciudad de Velden cuenta con casino. Smyslov, que a su edad tal vez no estuviese para nada que supusiera rapidez, vio una oportunidad de resolver la cuestión por la vía del sorteo. Su séquito y él, acompañados por jueces, decidieron jugárselo a todo o nada en la ruleta. Si la bolita caía en rojo, Vasily pasaría a la semifinal. Si caía en negro, Robert seguiría adelante. A las 8 de la tarde del 20 de abril la ruleta empezó a girar, la bolita fue lanzada, corrió, rodó, rebotó, y se posó en el único sitio en el que podía caer. Cero.

Que se repitiera el lanzamiento y terminase siendo rojo impar, y que el ruso llegase a la final y la perdiese contra un tal Kasparov es otra historia. Esta historia es la de dos hombres que eran tan iguales que ni el azar se atrevió de primeras a diferenciarles entre ganador y perdedor. No eran ni mejor ni peor el uno del otro. Ni más listo ni menos hábil. Nada les diferenciaba, ni siquiera una bolita que, como si hubiese sido lanzada por dioses imparciales, supo que su destino solo podía ser la casilla verde, la de lo improbable, la que hace que la ruleta sea siempre un juego trucado, la que advierte de que en la vida, como en el ajedrez, juegas contra ti mismo y la mayor parte de las veces vas a empatar.

Robert perdió dinero y la fortuna le dio la espalda. No volvió a clasificarse para el torneo de candidatos nunca más. Y las reglas cambiaron tras aquel 20 de abril de 1983 para que un desempate no volviese a dirimirse por sorteo, eliminando del ajedrez cualquier matiz que se escape a la lógica, el cálculo y la práctica.

En 1991, con 70 años, Vasily se coronó Campeón del Mundo Senior, culminando una carrera en la que conoció a mucha gente, entre ella a su gemelo de 28 años menos, y en la que vio de todo, incluida la partida de ajedrez que más se pareció a la vida, donde puedes prepararte hasta alcanzar tus límites pero nunca podrás dominar el influjo de la suerte.

Vasily Smyslov, sentado en el centro.

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