jueves, 8 de agosto de 2013

Lolitas y otras pérdidas

- En realidad me he acercado a hablar contigo para saber si vamos a follar o qué, después de cuatro días mirándome...

Tiene 20 años.




Llegué hace diez días, acompañado por dos amigos con ganas de conocer pueblo y de asistir a la reunión de mis camaradas rurales, la única reunión que ansío todo el año. La primera noche nos fuimos a cenar a donde ella es camarera. No la había visto nunca, o no la recordaba.

Me fijé como me fijo en casi todas las mujeres, con interés. Delgadita, piernas largas, piel canela, ojos negros y grandes, cara afilada, labios carnosos atravesados por un piercing, manos de dedos largos y pelo cortado por la anarquía. Una niña.

Sólo cuando mis amigos se fueron y volvió la calma, sólo cuando decidí que a la chica rubia con la que tenía algo pendiente ya no le debía nada, sólo entonces volví a fijarme en ella.

Sabiendo que era una niña.

Y la miré. Indiscriminadamente. Dándome cuenta de que, de repente, me buscaban sus iris también. Y el juego. Estrategia muda que no es estrategia ni es muda, porque no se piensa demasiado y los ojos saben idiomas.

Hasta que al final se acercó y me dijo que si ya estábamos para follar, después de cuatro días mirándonos.

Y yo me reí y jugué como buenamente pude después de ser testigo de la brutalidad de una Lolita.

Le saco once años, no sé si importa.

Y no follamos, ni nos besamos, ni nada.

Y yo lo intenté a lo largo de la noche, lo propuse recordando su impetuosa frase, pero...

Exnovios en el pueblo que miran, y la chica que te cuenta esa relación tormentosa y tú, once años mayor, de repente te ves opinando. Imbécil.

Y al final pasa la noche y me acuesto de día y pienso en la cama que una niña de 20 años me ha vacilado entero.

Y pasa un día más y la veo y le escribo tanteando y me dice que qué bonito todo pero que tiene cosas que hacer, esas frases que no significan nada pero dicen demás.

Así que aquí estoy, once años mayor escribiendo sobre ella o sobre qué sé yo, triste por la resaca de unas fiestas magníficas, afortunado por tener unos amigos envidiables en un rincón donde soy rey, receloso de mi vida en otros sitios donde no existe nada que lo haga llamar vida, donde soy poco. Un amigo me queda en Madrid. Nada que hacer más allá de tener miedo.

Y qué hago aquí en el pueblo si me quedo, me dicen, y lo sé, qué miedo. Como en Madrid.


Qué inmaduro puedo llegar a ser, si me perturban niñas de 20 años de las que sé poco más que un nombre de tres letras, un exnovio de metro sesenta y unas piernas que serían etapa reina de cualquier Tour. Qué inmaduro puedo llegar a ser si me imagino un refugio en el pueblo de mis abuelos, donde no hay nada para mí, más que los amigos más longevos que tengo y una casa que es el patrimonio más hermoso que acaricio.

Qué poco me gusta lo que me reserva Madrid si me hace inmaduro.

Tal vez no sea el pueblo. Tal vez no sea la chica. Tal vez sólo sea la resaca depresiva después de estar 5 días luchando por entrar en el Valhalla. 5 días rodeado de la amistad más sincera que conozco, de la alegría más sencilla, de hacer de la falta virtud y de la tenencia tesoro.

Por qué lloro mientras escribo esto.

Que sea sólo una resaca depresiva, me digo. Una que pasa.

Que no lo sea, me sorprendo susurrando.


2 comentarios:

Anónimo dijo...

la forma de describir a esa niña dulce y picara a la vez, dice que te llamo mucho la atención, tiene que tener algo en la mirada que te haga fijarte, conozco esa sensación.

Lola dijo...

La niña si es que es niña aún, debe ser especial, de mirada felina y carácter amable y simpático, sociable, que vive con miedo de su exnovio que le hace la vida imposible y aún tiene valor a ser como es, tiene que ser una gran chica.