viernes, 7 de enero de 2011

Alberto, bufón

Alberto es el hijo menor de Juana y Mariano. Estudió filosofía, ha recorrido Oceanía, rompió con dos novias, se emancipó con una de ellas y luego, cuando volvió a estar solo, ya no volvió al nido, se buscó la vida. Trabajó de lo que le salía hasta que se colocó en un buen trabajo, buen sueldo, buena empresa. No le aportaba nada, mucha oficina y mucho cargo en la compañía, pero ser joven y conformista es algo que Alberto, iluso, se negaba a creer una combinación posible. Aguantó tres años. Este último año ha malvivido con el paro, con una sonrisa y sin responsabilidades, dispuesto a encontrarse a sí mismo. Pero eso es otra historia.

Cada fin de semana, como hacen muchas familias, se juntan todos, e incluso más, en casa de los padres. Hugo, el mayor, con la novia. Los primos. Los tíos. A veces un novio de una prima o un ligue de una tía. Y Alberto, claro.

Siempre que va a comer a casa de sus padres sabiendo que estará todo el círculo, Alberto se perjura antes para no abrir demasiado la boca, para mantenerse al margen en las discusiones en las que se arregla desde el cambio climático hasta la ley Sinde, para no teorizar sobre wikileaks ni sobre facebook. Es posible, alguna vez se ha dado, que el tema tratado sea más conocido para Alberto, por la teoría o por la práctica, pero da igual, su aportación será convertida en tierno momento de mofa para deleite familiar. Es el menor, el gracioso, el que hacía striptease canturreando Tina Turner cuando tenía ocho años y le grababan en vídeo, el que habla deprisa cuando le emociona el tema, el que no puede ser experto en nada porque aún tiene cara de niño. Que se especializase en filosofía del cine no hace, en ese contexto, más valiosas sus opiniones cinéfilas. A ojos de los que le doblan la edad, sólo es un friki amante de Stallone, qué otra cosa iba a ser el que se vestía de sheriff a los ocho años y detenía al abuelo. Su dominio de Internet, por sus trabajos y su propia afición, no le dan más legitimidad a sus comentarios sobre la red 2.0, el fenómeno facebook o la destrucción del anacrónico papel de los medios de comunicación como grandes creadores de opinión. No, lo que él aporte en las discusiones entre lonchitas de ibérico y una paella a la que el arroz puede que le haya quedado duro, no es lo habitual, nunca, nunca, será tenido en cuenta con la misma trascendencia que si viniera de otra boca, de otra infancia compartida, de otros errores antiguos demasiado conocidos. Si Hugo opina, es más que posible que tenga razón. Si el primo médico juzga, será porque tiene base para hacerlo. Si el padre abogado sentencia, no es por otra cosa que por su brutal saber adquirido a lo largo de los años. Pero Alberto... no ha llegado a los treinta, dice las cosas de esa manera tan divertida y lo vive tanto que cómo tomarle en serio. Que lo que diga en realidad sea cierto no es relevante, es más cómico para todos parodiar sus razonamientos.

Por eso, cada vez que va a comer a la casa en la que se crió, se mira al espejo y se promete no entrar en conversaciones que no sean banales, responder monosilábicamente cuando menten su nombre, y hablar de la comida y del tiempo con el mismo entusiasmo que le pondría a resolver una integral.

Pero no funciona. Porque Alberto es así. Y si le preguntan por algo que le llena, aún sabiendo que a los dos minutos lo que diga será carcajeado en la mesa, entra al trapo. Opina sobre pelis. Conjetura sobre wikileaks. Hace de abogado del diablo con los controladores aéreos... Y cuando se va a su casa a las horas, siempre, sin excepción, se queda con la sensación de ser el jodido payaso triste, el bufón de una corte que terminará echando de menos.

En cualquier otro ambiente, habla y debate, sabiendo que su palabra vale tanto como la del de enfrente, aunque éste tenga más años y más estudios. Y aprenderá, cambiará posturas, madurará. Y tendrá más conocimientos. Y cuando los ponga en evidencia en las comidas familiares, serán tirados abajo con una sola técnica: infantilizar al orador, total, es sobrino, es hijo, es primo. Ninguno de esos títulos los ha creado él, los papeles en la obra ya se habían repartido y hay representación todos los fines de semana en casa de los padres.

Nada va a cambiar. Alberto lo sabe, se resigna, se enfunda en el gorro de cuatro puntas con cascabeles, se pinta la sonrisa y proclama su discurso dispuesto a la risa, ajena, claro.

3 comentarios:

Carmen López dijo...

Ay, pero de lo que Alberto bufón parece no darse cuenta es de que sin él no hay corte.

Bienvenido por aquí y siento que hayas desaparecido por allá.
Siempre es un placer leerte.

Julio Teruel dijo...

Madre mía, amiga, horas has tardado en saber que he vuelto por aquí. Qué aguililla! Jejeje
Lo del facebook... ha sido un acto de fe ;)
En realidad este post sólo tiene un objetivo: que lo lea la corte ;)

Muchos besitos!

Carmen López dijo...

Ojo avizor, amigo mío, ¿o es que pensabas que tu silencio me haría deshacerme de tu enlace? Lo mío con respecto a tu escritura tambien es un acto de fe. ¡Creo! ;)

Que lo lea la corte, que lo lea, a ver si se enteran de que hay reyes que les da por coronarse con sombreros de con cuatro puntas y cascabeles.

Muchos besos y mucha suerte.