Después de casi dos meses, por fin
se decidió. Puso la película que ella le había recomendado, la película que
tenía a la espera desde entonces, y que no se atrevía a ver por miedo a lo que
pudiera remover. Los diez primeros minutos le gustaron, le sorprendió la
originalidad del argumento y la premisa. La siguiente media hora, pasó de la
sonrisa a la lágrima, lo cual es síntoma de que la película es buena. Sin
emoción no hay cine. La media hora que faltaba hasta culminar el segundo acto
le deslumbró, y con el tercer acto se dejó llevar y terminó llorando a lágrima
viva.
“Es preciosa”, le había dicho ella,
cuando todavía su historia también lo era, la de los dos.
Es preciosa, se repitió él con los
títulos de crédito. Y sonriendo, embobado por el recuerdo inmediato de la
trama, decidió escribirla. Dos meses sin saber nada el uno del otro y una
película le empujó al teclado.
Mandó un mail corto, anunciando que
había visto la película y que comulgaba con ella, era preciosa. Le deseaba que
todo le fuera estupendo, le daba las gracias por haberle descubierto una
película a la que él por sí mismo jamás le hubiera dado una oportunidad, se
despidió con muchos besos y pulsó enviar. En ningún momento del mail perdió la
sonrisa.
Luego fue al baño, a descargar la
vejiga, porque otro síntoma de que una película es buena es que aguantas,
aguantas y aguantas las ganas de mear, que darle a pausa supondría romper el
encanto.
Mientras meaba, seguía sonriendo.
Luego mandó un par de mensajes a
amigos cinéfilos, recomendando la película, pasando la bola.
Pasó la tarde repasando detalles de
escenas que deberían pasar a la historia, para luego darse cuenta de que
formaban parte de la suya, de la de ella, pero no de la de los dos, cuando
estaban juntos.
Y no le importó. Después de dos
meses, no le importó. El cine, a veces, funciona como terapia. El cine, a
veces, te hace feliz.
Esa noche salió a tomar algo con
amigos. Les habló de la película. Y se enamoró de una chica con piel blanca y
pelo negro.
Años después echaron la película en
la tele. Recibió entonces un mail, de ella, claro. Estaba embarazada. Él no
tuvo que hacer memoria, ni para recordar la película, ni para recordarla a
ella.
Se lo contó a su mujer, la chica
pálida de pelo negro, que le besó como aquella primera noche, hicieron el amor
como la primera vez, que no fue esa primera noche, y se rieron tomando una
botella de vino desnudos en la cocina.
Una película. Sólo una película.
112 minutos. Y la vida por delante.