viernes, 2 de junio de 2023

Cantar de gesta

En el metro de Madrid, el suelo tiene partes pintadas de amarillo y en diferentes relieves, con o bien líneas rectas que sobresalen o bien forúnculos que despuntan, para hacer de guía a los ciegos. Su bastón rebota diferente y así saben si hay pasillo (líneas paralelas a la dirección a seguir), un cruce de caminos (bultos) o el andén (líneas perpendiculares). Pero también significan para personas con el nervio óptico en perfectas condiciones y que cuentan su edad en un dígito. Son caminos que solo los niños ven.

Uno de estos seres humanos miniaturizados obligaba al adulto que le acompañaba a seguir sus pasos, de la forma en la que los niños obligan, con entusiasmo y grititos. “¡Hay que ir por el camino amarillo!”. Pisaba las líneas paralelas y la madre no podía salirse de ellas. Porque sí. Porque así lo dictaba el retaco, único ser vivo ahí abajo capaz de ver más allá de los colores y geometrías. El niño conducía a su madre, con saltitos e imaginando todo tipo de males si se salía del plástico áureo, y ella obedecía, con cara cansada y ganas de llegar a donde estuvieran yendo, el trayecto era lo de menos, el destino era lo relevante. Para el guía no, para él el viaje era la aventura que solo se desarrollaba en su cabeza. El resto de humanos, ignorantes por mayores, caminábamos por fuera de esa senda, hollando el pavimento gris, que no lleva a ningún lugar de fantasía, o sí, dependiendo del deseo del que camina y de la promesa hecha por llegar.

Al alcanzar el exterior cabe pensar que se terminó la aventura. O quizá cada paso de cebra era un puente que se caía a trozos y al fondo, un abismo con monstruos. Quizá cada coche era un carruaje tirado por elefantes y cada farola una palmera. Cada neón una estrella, cada peldaño una montaña y cada policía un caballero. Los perros podrían ser dragones, los motores cañonazos y los buzones, cofres. Cada paso un nuevo desafío. Y la casa un castillo. En eso coincidía la madre.

No recuerdo a dónde iba yo, pero primero fui testigo de las hazañas de un aventurero invisible y luego me hice su narrador, juglar por justicia y oportunidad. En su mochila, que no era tal sino un zurrón, no llevaba lápices, transportaba pócimas. Los libros contenían mapas con X pintadas y peligros esbozados. Y su abrigo era por supuesto una armadura. Su madre, su escudera, entre atónita y agotada de tantos lances y cortejos y audacias. Como siempre van los escuderos, que están ahí porque les toca y no pueden negarse. Porque, total, si no fuera por el intrépido campeón ¿quién lidiaría con todo a lo que hay que enfrentarse? No queda sino seguirle, pase lo que pase. Hasta llegar a la fortaleza de cuarenta metros cuadrados, despojarle de armas y escudos y velar por su descanso, pues mañana quién sabe los entuertos a los que hará frente este pequeño quijote, qué caminos ocultos habrá que recorrer en el metro que no es otra cosa que un pasadizo, la salida de la mazmorra, el atajo que les conduce a refugio después de otra jornada de gestas que no cantará nadie.

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