lunes, 19 de abril de 2010

La primera vez

La primera vez que follé, o que me follaron, más bien, me esforcé, mientras me follaban, en pensar en lo feo que me resultaba mi amigo Víctor, estrategia recomendada para no terminar demasiado pronto ("tú piensa en algo desagradable, porque como te centres en que estás follando, te corres en cero coma, fijo"). No funcionó, claro. A los siete segundos miraba a Marta con cara de lástima y ella me preguntaba "¿ya?", allá arriba, desnuda y silueteada en la oscuridad, con tono de voz aburrido.
Hoy disfruto del sexo pensando en el que estoy teniendo y no me preocupo por cuando me corro, aunque eso tampoco funciona.

La primera vez que escribí fue en el colegio, en inglés, en clase de Historia. El profesor era un tipo recto y sin sonrisa, Mr. Anderson, y no se creía que aquel ejercicio fuera mío. Me interrogó buscando mis fuentes, pero debió de comulgar con la mirada incrédula de un niño de 11 años al que no le costó escribir aquello y no esperaba sorprender a nadie. El texto debía narrar una situación de desalojo en la Inglaterra medieval, un latifundista echando a un campesino de su casa. Yo lo hice en diálogo, con un lugareño taimado y vapuleado y con un burgués cruel y sin conciencia. Fue la primera y la única vez que vi a Mr. Anderson calificando con una A un ejercicio o un examen. Todo mi curso habló de ello aquel día. Yo no entendía nada. No era para tanto, y si lo era, no concebía porqué.
Un profesor más inglés que la Union Jack fue el primero en acariciar el ego de mi escritura, que entonces era sólo un bebé.

La primera vez que besé a una chica fue en uno de los bancos de piedra que rodean las jardineras de los parques de Azca. Se llamaba Virginia, iba a un curso menos que yo en el colegio y compartíamos ruta de autobús, la ocho, donde también iban Ana y Miguel, que esperaban ansiosos la crónica de aquella cita preadolescente. Recuerdo que la estaba haciendo un chupetón en el cuello y empecé a subir la cara, tensando el cuello, buscando su boca, con los ojos abiertos, descubriendo otros labios e improvisando.
Ahora cuando beso no me excuso en marcar cuellos, y no suelo improvisar, ya sé besar rico.

La primera vez que viajé solo, sin siquiera mi hermano mayor, fue a Inglaterra, a los 18, a trabajar en lo que fuera. Terminé empleado en The Bell's Pub en Londres, poniendo pintas a hooligans con una cantidad de tatuajes inversamente proporcional al de sus neuronas, pero nos cogimos cariño y me creí el chaval más protegido del barrio de Hounslow Central. También fue la primera vez que trabajé. En realidad, Londres supuso muchas primeras veces. La primera vez que me detuvieron, la primera vez que vomité en un lavabo, la primera vez que me tiraron una botella, que esquivé, la primera vez que me hice amigo de alguien que me doblaba la edad, la primera vez que empecé a conocerme.

La primera vez que me fumé un porro fue a la salida del instituto, un viernes de primavera. Me fui con algunos chavales experimentados a una esquina apartada en la Castellana, cerca de la glorieta de Rubén Darío. Terminé amarillo verdoso, como los gusanos, y balbuceándole a mi hermano al volver al instituto que aquello estaba malísimo, que no comprendía cómo a él le podía gustar el hachís, y que yo pasaba de aquella mierda. Me pasé al tabaco, y luego aprendí a fumar porros.

La primera vez que me enamoré, a saber qué es eso y si aquello se corresponde, pues de niño el amor es factible cada día y el tiempo colorea lo que ya ha perdido tono en la memoria, fue de Cristina. Llegué a regalarle rosas un San Valentín, con un par, yendo al colegio con el ramo y aguantando el chaparrón de mil alumnos pijos, como yo. Fue la primera chica a la que, mirándola a los ojos, sujetándola por los hombros contra la pared para que no huyera, le dije te quiero. Luego ella se fue corriendo y yo me quedé sonriendo, liberado, con mis amigos cerca espiando.

Hoy es la primera vez que pienso en lo que me ocurrió de nuevas y ya no tiene nada de misterioso, pero sigo haciendo o provocando, sigue pasando. Pero listando esos momentos que me anticiparon una rutina se me cuelan otros que no pueden repetirse, pues la esencia de su inmortalidad reside en que fueron la primera piedra de una casa sin plano, fueron el pistoletazo a una carrera sin meta. Tal vez sólo un niño sepa besar, follar o enamorar por primera vez. Tal vez haya una edad para eso, para hacerlo por primera vez y así poder recordarlo de esa manera, con nostalgia y sonrisa pícara. Tal vez en la inocencia radica la virtud, pues corruptos como estamos ya no podemos aspirar a protagonizar secuencias que son imborrables por su naturaleza virgen. Espero estar equivocado, no sería la primera vez.