lunes, 30 de diciembre de 2019

La bestia

Podía montarse en un caballo blanco, de bridas doradas y silla roja. Por supuesto, lo hizo, movido por lo desconocido, por un trote que creía diferente. Se encaramó en el jamelgo, se agarró con fuerza y se dejó llevar. Al poco cambiaba de postura. Se levantaba. Agitaba las correas y golpeaba con el talón la panza del caballo, que sin refunfuñar proseguía su recorrido. Ya le sonaba. Es como si ya hubiera estado ahí. Así que se bajó y decidió elegir otra montura.

viernes, 2 de agosto de 2019

La peor buena suerte

Tsutomu Yamaguchi no tendría que haber cumplido los 30 años. Celebrar tres décadas de vida suponía un desafío a la física, a la medicina, a la meteorología y, sobre todo, a eso tan difícil de medir, de presagiar, de cultivar: la suerte. Eso él no podía saberlo en agosto de 1945, cuando solo era un ingeniero japonés y tenía que morir a primera hora de la mañana, con 29 años y padre reciente de Toshiko, que gateaba en su casa, en otra ciudad, esperando conocer a su padre, destinado todo el verano en otra ciudad para delinear tanques de petróleo para Mitsubishi. Tsutomu era, ese día y todos los días anteriores de su vida, un anónimo más. Uno de esos hombres pensativos que te cruzas por la calle y en los que no reparas, porque nada en él llama la atención.

lunes, 8 de julio de 2019

El tiempo de los evangelistas

Desde hace unos días, en mi calle se apostan varias personas con camisetas blancas y panfletos en la mano. A veces solo son dos, pero casi siempre son cinco, y suelen ser los mismos. Jóvenes, sudamericanos, sonrientes. Se sitúan a ambos extremos de la acera, de forma que no tienes escapatoria. Tienes que pasar entre ellos, como si hubieras ganado algún torneo y te estuvieran haciendo el pasillo. Hablan entre ellos, joviales. Cuando llegas a su altura, uno te aborda con una sonrisa que es como un glaciar corriendo entre montes pardos. Ya les he visto en acción, conozco sus intenciones, y ya sé que hoy no voy a pararme.

jueves, 20 de junio de 2019

Ya pasó

Antes dormías siempre en el lado derecho de la cama. Hecho una bolita, como si rememoraras tiempos fetales, cuando estabas solo y todo era silencio o sonido difuso, cuando flotabas en una oscuridad confortable. Cuando aún no te había encontrado. Ahora ya ni entras en el cuarto cuando apago la luz y busco dormirme para dejar de buscar.

lunes, 3 de junio de 2019

No sé, no respondo

Me mandas una nota de audio de algo más de dos minutos para compartir lo que se te pasa por la cabeza ahora que te sientes desencantada con ese chico al que conociste y con el que quisiste ilusionarte. Me eliges a mí como receptor de tus reflexiones, de tu intimidad, del remolino que se crea en tu cabeza cuando intentas entender por qué no se corresponde lo que piensas ahora con lo que sentías hace no tanto. Como sabiendo, porque sabes, que yo me he visto en ese remolino tantas veces que ya nado a braza por él como si fuera una piscina municipal. Y en realidad sé que no esperas respuesta, porque, amiga, qué carajo voy a saber yo de todo esto si lo único que sé hacer al respecto es teorizar, escribir, probar, errar, seguir intentándolo. Será por eso, porque sabes que yo seguiré intentándolo. Respuestas tengo pocas, porque con los años voy entendiendo más pero sabiendo menos. Como me dijeron el otro día, en otro idioma y en otra ciudad, es porque no sabemos nada del amor por lo que se escriben tantas canciones magníficas. Si hubiéramos desentrañado el amor, si fuese un problema matemático que alguien puede resolver para ganar la medalla Fields, el arte hablaría sobre otra cosa, sobre la muerte por ejemplo. Pero el amor y lo extraño que nos resulta nos hinchan tanto de vida, de desazón, de dudas, de complejos, de miel, de orgullo, de seguridad, de miedo, que lo único que nos queda es escribir, pintar, cantar, bailar, esculpir, filmar, rimar, componer y respirar otra bocanada.

sábado, 18 de mayo de 2019

Desempate

En 1983, en la ciudad austríaca de Velden, el ruso Vasily Smyslov y el alemán Robert Hübner se enfrentaron en cuartos de final del Campeonato de Candidatos. El día que arrancó una de las más épicas batallas del ajedrez, el ruso cumplía 62 años. El ganador recibiría 12.500 francos suizos y el perdedor 7.500. La preparación de la contienda le había costado 60.000 marcos a Robert, con lo que la ganancia jamás cubriría la inversión. Los soviéticos corrían con los gastos del ruso, pues el orgullo comunista no tiene límites pecuniarios. El dinero del premio no era, por tanto, la verdadera motivación. Sí lo era el hecho de que, por supuesto, quien ganase el torneo tendría el honor de disputarle a Anatoly Karpov el título de Campeón del Mundo de Ajedrez. Un campeonato para elegir un rival para el mítico Anatoly. En ajedrez todo se piensa, se clasifica, se ordena, se ralentiza. El ajedrez como forma de una vida que no se vive, se practica, una y otra vez, una y otra vez.

viernes, 26 de abril de 2019

Doble salto

Ahora que aprendiste a saltar a la comba, te empeñas en lograr el doble salto. Que la comba pase dos veces por debajo de las suelas de los pies en cada salto. Es imprimir velocidad al giro de muñeca que hace circular la comba en torno a tu cuerpo, a la vez que saltar un poco más alto, apoyándote en la punta de los pies. Es hacer que todo vaya más rápido, que ocurra dos veces lo que ya dominaste cuando solo sucede una vez. Es conseguir en el mismo tiempo, en el mismo salto, el doble de lo que te ha costado lograr. Es ir más allá, no estancarte, querer mejorar, avanzar. Es usar lo aprendido para alcanzar nuevas cotas. Es hacer del pasado la espoleta de tu futuro y que todo eso ocurra ahora, en tu presente. ¿Cuándo si no? No es una cuestión de ahora o nunca. Es una cuestión de o hacer lo de siempre o probar a hacerlo mejor. No dejamos de intentar cosas porque sean difíciles. Las cosas son difíciles porque no las intentamos. Alguien dijo eso, alguna vez. Pero no te distraigas en ideas. Hazlas. Salta.

sábado, 13 de abril de 2019

Lo que pasa cuando no pasa nada

Me fui pensando que algo había pasado, aun no habiendo pasado nada. Dos charlas, tres risas, unas miradas, eso fue todo, que parece tan poco pero algo me decía que era mucho. Que lo que no se dijo podría ocupar páginas, que nos veíamos cuando nos mirábamos, que nos reíamos porque lo sabíamos. Nada empírico en lo que basarse, ni un roce, ni una despedida nerviosa y prolongada. Nada. Pero ahí estaba, cargando el aire. Y al llegar a casa, salir de una asfixia en la que de repente reparaba. Solo cuando te vas a la montaña eres consciente del ruido que hace en la calle en la que vives.

lunes, 28 de enero de 2019

El desconocido

Ese no era él. Tenía la nariz más alargada, rozando casi el labio superior. La mandíbula se le había redondeado, incluso se le había formado un hoyuelo en la barbilla. Las mejillas le recordaban a las de su abuelo cuando se bebía dos coñacs. Los ojos se le habían juntado, y se adivinaba en ellos una curvatura hacia abajo. De repente tenía ojos tristes, y el color del iris ya no era el marrón del más común de los mortales, eran verdes Caribe, pero ya sabía que lo que hace unos ojos bonitos no es el color, sino la forma, y los suyos prometían echarse a llorar en cualquier momento. Tenía las cejas finas y tres surcos recorriéndole la frente de este a oeste. Se descubrió patillas que descendían encorsetando sus orejas, cuyo lóbulo era más pequeño de lo que recordaba. El pelo tiraba a rubio y asomaba sobre los hombros, como pidiendo a gritos tijeras. El flequillo mojado por la ducha se volcaba sobre la frente con desgana.

miércoles, 9 de enero de 2019

De qué escribes cuando no escribes

Y entonces, escribió.

Escribió todas esas frases que se sueñan pero no se plasman, todas esas sentencias por las que mueren los que quieren escribir, todas esas palabras que se contagian la una a la otra de ritmo, todas esas ideas que al leerlas, el otro suspira y se detiene, pensando en que era eso o no era nada, no había una forma mejor de poner en texto lo que tanto definía, al que escribió y al que lee. Escribió un párrafo repleto de cosas que decir pero nunca antes dichas así. Todo estaba ya escrito, pero nadie lo había escrito así. Escribió compulsivo, en un Niágara de imágenes tan bien descritas que no hacía falta ni cerrar los ojos para construirlas en la mente del que tiende los ojos como un puente hacia cada letra, y la siguiente, y la siguiente. Escribió tan rápido lo que otros no alcanzan en meses de talleres y lecturas que por un momento pensó que no era él el que estaba escribiendo, que estaba poseído por todas las musas de todos los ingenios. No podía creerse lo que estaba escribiendo, aunque sabía a cada coma, esa coma que acabas de pasar, que lo que estaba escribiendo era la forma de literatura más verdadera que había escupido en veinte años. Veinte años escribiendo cuentos y reflexiones le habían llevado a este bailar de dedos, a este claqué sobre un teclado manchado y pulido como parqué.