lunes, 3 de junio de 2019

No sé, no respondo

Me mandas una nota de audio de algo más de dos minutos para compartir lo que se te pasa por la cabeza ahora que te sientes desencantada con ese chico al que conociste y con el que quisiste ilusionarte. Me eliges a mí como receptor de tus reflexiones, de tu intimidad, del remolino que se crea en tu cabeza cuando intentas entender por qué no se corresponde lo que piensas ahora con lo que sentías hace no tanto. Como sabiendo, porque sabes, que yo me he visto en ese remolino tantas veces que ya nado a braza por él como si fuera una piscina municipal. Y en realidad sé que no esperas respuesta, porque, amiga, qué carajo voy a saber yo de todo esto si lo único que sé hacer al respecto es teorizar, escribir, probar, errar, seguir intentándolo. Será por eso, porque sabes que yo seguiré intentándolo. Respuestas tengo pocas, porque con los años voy entendiendo más pero sabiendo menos. Como me dijeron el otro día, en otro idioma y en otra ciudad, es porque no sabemos nada del amor por lo que se escriben tantas canciones magníficas. Si hubiéramos desentrañado el amor, si fuese un problema matemático que alguien puede resolver para ganar la medalla Fields, el arte hablaría sobre otra cosa, sobre la muerte por ejemplo. Pero el amor y lo extraño que nos resulta nos hinchan tanto de vida, de desazón, de dudas, de complejos, de miel, de orgullo, de seguridad, de miedo, que lo único que nos queda es escribir, pintar, cantar, bailar, esculpir, filmar, rimar, componer y respirar otra bocanada.

Me haces saber que en una relación a distancia prima lo epistolar, pero lo epistolar con tecnología. Whatsapps, audios, gifs, compartir enlaces, fotos con poca ropa, gemidos por Skype. Y cuando hay una pantalla de por medio, kilómetros que impiden oleros, teclas que pueden pulsarse y arrepentirse antes de que él reciba, aplicaciones creadas para eliminar lo que no se puede eliminar, esto es, la separación física, se vive una especie de irrealidad. Se magnifica lo que no tenemos delante, se le pone brújula a la intuición y se espera una respuesta. Así que cuando al fin culmináis ese plan de fin de semana en un balneario, 48 horas de roce, ruido, y, por fin, miradas, se resquebraja el cuadro que habías pintado en tu cabeza, cambia la perspectiva, ahora es cubista y antes era puntillista, vivís un dadaísmo sin absenta. Rápidamente me aclaras que esta desilusión (no hay palabra más precisa para describir un final) se da también en relaciones en las que ambos contendientes están en la misma ciudad, en la que quedan varias veces a la semana y arrugan sábanas todas las noches que empiezan en un bar, a una hora, una sonrisa, un beso, un qué tal, un qué hacemos. Y claro que pasa igual. Conoces a alguien, le vistes de gala, y a los pocos días es un vagabundo. Esto Stendhal lo llamó la teoría de la cristalización. Porque los hay que hasta le han puesto nombre a teorías del amor. En las minas de sal de Salzburgo, decía, las ramas que quedan enterradas empiezan a cubrirse de cristales de sal. Cuando las encuentras, brillan, están llenas de escamas. Te las llevas, obnubilada por el descubrimiento, y la dejas en una mesilla en casa, quizá en un vaso, puede que en un plato, puede que incluso acompañes el recuerdo con una flor. A los pocos días, cuando la has cogido, olido, admirado y te has alegrado de haber dado con algo tan único, los cristales empiezan a caerse. Al poco, es solo una rama. Y da igual que él esté en Cádiz y tú en Vigo. Estando los dos en el mismo barrio del mismo pueblo abulense también podría perder los cristales de la noche a la mañana. Ya, eso ya lo sabes, pero nos sorprende que nos siga pasando.  ¿Por qué, te preguntas, si me gustaba tanto hace tan poco? ¿Qué ha pasado para que ya no me cuadre, para que me resulte insípido como si me hubieran arrancado la lengua y ya no distingas lo dulce de lo amargo? Si en realidad él es el mismo y yo no he cambiado. Qué injusto, ¿no? ¿Por qué simplemente no puedo seguir viéndole como al principio, cuando le descubría América y él a mí la pólvora?

No tengo la más remota idea, amiga. Dejé de preguntármelo hace ya tiempo. Qué decirte, si yo me he encantado y me he desencantado tantas veces como un bebé mancha el pañal. Pero, ¿sabes qué? El bebé es ignorante ante el hecho de que un día será capaz de controlar sus esfínteres. Va a seguir cagando, pero ya nada será lo mismo. La esperanza es como cagar. No la pierdes hasta que te haces vieja y ya te da todo igual.

Yo vivo y revivo relaciones. Tropiezo. Encuentro. Pierdo. Añoro. Provoco. Recuerdo. Ansío. Lloro. Río. Y tenlo claro: así seguiré haciendo, pase lo que pase. Sin querer comprender más allá de una cosa: qué más da. Ocurra lo que ocurra… que ocurra.

Así que no sé responderte, compañera. Solo sé decirte que te cambies los zapatos, que sigas caminando, que solo el que se detiene y se sienta a la vera de la carretera deja de llegar a sitios. Los hay que se quedan en algún lugar satisfechos y los hay que caminarán hasta reventar todas las suelas de todos los zapatos.

Miraremos atrás y veremos el polvo que hemos levantado y sonreiremos, porque las huellas se van borrando pero vamos aprendiendo a reconocer el camino. Llegaremos a la Luna o nos quedaremos en órbita, pero, por todos los demonios, volaremos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy grande