lunes, 30 de diciembre de 2019

La bestia

Podía montarse en un caballo blanco, de bridas doradas y silla roja. Por supuesto, lo hizo, movido por lo desconocido, por un trote que creía diferente. Se encaramó en el jamelgo, se agarró con fuerza y se dejó llevar. Al poco cambiaba de postura. Se levantaba. Agitaba las correas y golpeaba con el talón la panza del caballo, que sin refunfuñar proseguía su recorrido. Ya le sonaba. Es como si ya hubiera estado ahí. Así que se bajó y decidió elegir otra montura.

Había una carroza. Morada y con faroles en las esquinas. La tenía a su disposición, así que sentarse donde el piloto o meterse en la calesa y dejarse llevar quedaba a su elección. Optó por lo primero, dirigir, con o sin pasajeros. Incitó a los dos delfines que tiraban de la carroza para que fueran más rápido. Dicen que son animales inteligentes. Si es así, entonces estos solo eran desobedientes, pensaba. Se dio cuenta de que por allí ya había pasado no hacía mucho. Chasqueó la lengua, bajó de un salto y se metió en el lugar reservado para los pasajeros. Si no le iban a hacer caso las bestias, mejor que le llevaran, sin tener él la responsabilidad de que el viaje fuera a buen puerto. Se sentó dentro de la carroza, cruzó las piernas, se frotó las manos contra los muslos y se quedó mirando por la ventana. Vio a un anciano al que ya había visto antes. Al poco los delfines pararon. Ahora que nadie conducía, fueron ellos los que tomaron la decisión. Sacó la cabeza por la ventanilla y silbó y jaleó. Protestó. Golpeó la puerta. No tenía que estar en ningún sitio, pero lo que no quería era estar parado. Al poco los cascabeles del cuello de los delfines volvieron a sonar cuando empezaron a flotar por el aire, tirando de la carroza desafiando a toda ciencia, pues solo se cimbreaban en el aire y todo se movía. Se reclinó en el asiento, cerró los ojos, suspiró. Le pareció oler el mar.

Sabía que había más caballos, animales, carrozas y coches en los que auparse. ¿Sería posible que hubiera elegido el peor caballo y la peor carroza? Podría ser. Era baja la probabilidad, pero existir, existía. Así que se bajó. Miró hacia atrás. Vio otro caballo, este negro, y un tigre que rugía. Rugía sin tregua. La boca siempre abierta. Le eligió. Al menos, pensó, si es tan fiero como parece, correrá más.

Y allí estaba, con rayas negras entre las piernas. Amaestrando a un animal salvaje. Como un Sandokan. A su lado, una niña trepaba a la grupa del caballo negro. Lo que le faltaba. Una persona a medio hacer le retaba. Le miraba sonriente, y él veía desafío. Su tigre, su edad, su experiencia, sus ganas… No iba a ganarle. Él era más que ella. Su animal era más que el suyo. Su tigre, indómito, no podía tener rival en un caballo. Es más, si él no le controlase, si él no le ordenase, el tigre le tiraría un bocado a ese rival de patas delgadas, arrancándole carne, músculo, tendones. Dejando hueso a la vista. Matándolo. Le frunció el ceño a la niña y se giró de nuevo al frente, agachándose más sobre el tigre, siendo aerodinámico, respirando sobre su nuca. Volvió a mirar a su izquierda, pero ahí seguía la niña, riendo, sobre su caballo negro que no había cambiado su cara de tonto, su expresión absurda e inerte. Y tras la niña, un poco más allá, de nuevo el anciano. Estiró el tronco, abrió más los ojos. ¿Cómo podía ser? Llevaba cabalgando varios minutos, habiendo cambiado incluso de mamífero para no dejarlo exhausto, y nada, no adelantaba.

Llevaba demasiado tiempo montado en el tiovivo, dando vueltas creyéndose que llegaría a algún sitio. Se bajó del tigre, abandonó la plataforma, se metió las manos en los bolsillos, con los dedos agarrotados de tanto asir riendas, y caminó. Dejó atrás al anciano y a la niña. Y a las bestias. Y las luces. Y el parque. Y el pueblo. Y entonces levantó la cabeza y no reconoció dónde estaba. Sonrió y cogió aire.

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