sábado, 18 de enero de 2020

El tercer cojín

El tercer cojín no es ni mío ni tuyo. La mitad invade tu parte de la cama, el otro cincuenta por ciento descansa al otro lado de una frontera que suponemos no existe. Se apoya sobre otros dos cojines, uno claramente a la izquierda, el otro solo conoce la derecha. Uno para cada uno, el otro para nadie, para los dos. Un tercer cojín sin dueño, sin función clara. Hay noches en que se hunde bajo mis omoplatos y otras en las que sucumbe bajo el peso de tus hombros. Huele a los dos. Es nuestro.

Si yo me voy a la cama antes que tú, la prepararé para cuando aterrices a mi lado. Quitaré el tercer cojín, o lo usaré para erguirme un poco y favorecer mi lectura. El otro, el que no es mío, lo acomodaré sobre la almohada, para que cuando vengas elijas si desplomarte sobre él o, si tu misión es dormirte, apartarlo y dejarlo en la butaca en la que no solemos sentarnos y que usamos como reposadero de ropa ni limpia ni sucia y de cojines que pierden su función cuando buscamos sueño. Si yo me voy a la cama antes que tú, dejo tu lado listo para cuando vengas a mi vera. Al fin y al cabo, la cama no es propiedad de nadie, es el terreno donde ambos somos capitanes generales, sin dueño ni patrón.

Si eres tú el que te retiras al cuarto en primer lugar, nada de eso ocurre. Al llegar yo, te has metido en la cama como si doblaras la esquina de la página del libro que lees para retomar la lectura en otro momento. La cama no está deshecha más que por el rincón por el que has entrado, como un espía, sin hacerte notar. Mi cojín no se ha desplazado, y el tercero está sobre él, apilados los dos, en un feo equilibrio. Del ecuador que dibujamos en el colchón a mi acantilado todo se mantiene inmutable.

Yo, sin pararme a pensar en el significado que pueda tener, acomodo tu parte de lecho. Tú, sin ser consciente de que sí tiene significado, te adentras en nuestra cama como si yo no fuera a ir nunca. Una noche. Y otra. Todas las noches.

Cuando follamos solemos estar ya en la cama. Ya no vamos rebotando por el pasillo, arrancándonos ropa y despeinándonos antes de derrumbarnos en la cama al unísono, tirándolo todo porque nada más que nosotros importa. Y cuando nos vamos a la habitación a la par siempre hay uno que entra antes en la barca en la que recorreremos las horas dormidas. Si eres tú, ya he descrito lo que pasa. Si soy yo, ya he descrito lo que pasa. Siempre pasa. No es para tanto, me dirás, es solo un cojín, no me doy cuenta, ha sido un día largo y no caigo en ese detalle. No, no es para tanto, responderé, pero si lo piensas, sí significa. Yo te pienso cuando me voy a la cama, la hago acogedora para cuando vengas a rozarme la piel. Tú te centras en tu cuerpo y en tu carne y en tu libro y en tu descanso y en tu lado. Tu lado. Siempre tu lado. Y ese cojín se burla de mí cuando quiero zambullirme donde tú ya estás. No, no es para tanto, pero es.

El tercer cojín, ese que no es de nadie, ese que es de los dos, ese que es nosotros. Por eso existe. Porque tú tienes el tuyo, yo tengo el mío, y ambos sostienen lo que somos cuando estamos. Cuando dormía sin nadie al otro lado, el número, color y lugar de los cojines no suman, pero tampoco restan. Ahora que por fin te tengo aquí, ahora que por fin te quiero, un tercer cojín se me antoja más que un adorno, y resta, divide. Pero tú no lo ves y dices que exagero.

Cada vez follamos menos y cada vez la cama parece más un terreno apoyado sobre dos placas tectónicas, que se van separando milímetros cada día. El tercer cojín es el puente que cruza sobre el abismo y tú ni lo ves y yo ya ni lo cruzo. No, no es para tanto, pero tal vez tú y yo tampoco.

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