martes, 21 de julio de 2020

Deseo de verano

Hacía tanto tiempo que no venías que te convences de que venir se había convertido en una necesidad, ya no un deseo. La pandemia cortó tus planes, mató posibilidades, cerró fronteras y evitó reencuentros. Y como no hay nada más eficaz que un “no puedes” para querer hacer algo, en cuanto todos esos verbos de negación dejaron de conjugarse lo primero que hiciste fue reservar un billete de tren, avisar por Whatsapp, buscar refugio para tu gato y visualizar sonrisas en esas caras que llevabas más de un año sin mirar.

El día antes del viaje llenaste tanto la maleta que la física no permitía cerrarla.

Si hubieras podido venir en Semana Santa, como todos los años, habrías conocido a hijos de tus amigas que hace un año eran presagios en forma de prominentes barrigas. Sabrías que aquel bar cerró hace tiempo, que hubo rupturas y nuevas relaciones, que se perdieron trabajos y se encontraron vocaciones, que hay coches nuevos y pisos estrenados. Estarías al tanto de todas esas cosas que confirman que la vida sigue, con o sin ti. Pero un mal invisible cercenó lo que era habitual y la vida se paró.

Llegas sabiendo que será un verano diferente, que no habrá tanta gente en el pueblo, que no ha lugar a fiestas patronales. Pero sigues pensando que es el sitio en el que quieres estar porque un refugio no pierde el nombre por motivos ajenos a ti. Es y será refugio porque así lo sientes tú. Eres la medida de todas las cosas que ves y deseas. Tu pueblo es su gente, y tu gente estará, no necesitas más. Ni siquiera sexo de verano, ni miradas furtivas, porque no te engañes, en el pueblo sigues siendo un adolescente, por mucho que los 40 se aproximen a toda velocidad con el piloto automático puesto. Pero te da igual. Este verano, crees, te da igual. Este verano lo único que se te antoja imprescindible es dormir en tu casa del pueblo, ocupar la terraza de vuestro bar por antonomasia, comer como si fuera lo último que fueses a hacer, y reírte hasta doblarte como una grapa. Y ya de paso, ya que no habrá tantos planes, puedes aprovechar para leer, hacer deporte, escribir. Dejar atrás el aburrimiento de Madrid donde no hacías nada y echabas de menos todo.

Han pasado diez días y ni lees, ni escribes, ni haces deporte. Duermes mejor que en Madrid, ves a tus amigos y a sus hijos y entiendes que sí, la vida sigue, con o sin ti, y ya nada es como el verano pasado. Que es como debería ser, pues solo el necio cree que el tiempo no corre y que las rutinas, aunque sean estivales, son inmutables. Y solo el necio cree que la vuelta a la adolescencia que se produce entre julio y agosto es algo que no define los veranos.

Los define. Claro que los define.

Y lo echas de menos. Aunque no estés en Madrid. Aunque estés mejor aquí. Tus amigos lo serán para siempre, eso sí lo sabes, pero ser padre cambia prioridades y tú dejaste de ser una cuando te quedaste atrás y les viste avanzar. No te duele, ni te amarga. Te encoges de hombros, dibujas media sonrisa, te das con la palma en la frente y te fumas un cigarro asomado a la ventana estudiando un paisaje que llevabas sin ver más de un año y que él sí no cambia. Piensas ahí fuera que el deseo te nubla las necesidades. Y escribes.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Fantástico el comentario. Hace mucho tiempo que lo echaba de menos. Un gran abrazo.

aurora dijo...

Tanto tiempo sin leerte y es como si lo hiciera siempre, igual de impresionada y encantada con tus líneas llenas de historias. Un abrazo enorme.