martes, 6 de junio de 2023

Recuerdos de otros

Siempre he sido malo jugando al fútbol. Pero siempre es un deporte que me ha gustado, incluso diría que lo echo de menos, aunque ahora ya no podría. Si me asfixiaba corriendo la banda (en mi época, los malos jugaban de lateral), ahora sería un suicidio. Controlar un balón, darle con fuerza o regatear con sentido era como estudiar el funcionamiento de un frigorífico. Algo que me era totalmente ajeno.

A mi hermano le pasaba lo mismo. Solo que él era más desgarbado, menos grácil aún en el movimiento físico, que en realidad es como comparar a una lombriz con un gusano, ni que yo fuera el epítome de lo atlético. En nuestros veinte jugábamos en el mismo equipo de barrio, perdíamos casi todos los partidos y lo pasábamos muy bien. Siempre quise haber jugado bien al fútbol, sea lo que sea eso. Y siempre me creí mejor jugador que mi hermano, si es que podía ser yo mejor que cualquier otro bípedo.

Antes de ese equipo uniformado de rojo compuesto por adolescentes tardíos con más ganas de fiesta que de pelotear, hacíamos nuestros partidillos en el pueblo, con amigos que aún lo son, nadie se quedó por el camino. Nadie, si eso no es un milagro yo ya no sé. Nuestros amigos más longevos, de esos que cuando calculas desde cuándo os conocéis te sorprendes sumando décadas. Más de veinticinco años de amistad, y ya todos tenemos más de cuarenta. Hay futbolistas profesionales que nacieron en mi mismo año y aún están en activo, y a mí me tendrían que trasplantar los pulmones, el corazón y cada ligamento si quisiera volver a ponerme las botas, las de fútbol. Pero esos futbolistas no tendrán amigos desde hace tanto. 

En uno de esos partidillos, en el chalé de Los Manchegos, debía tener yo unos quince años y mi hermano dieciséis, o uno arriba, uno abajo, no es relevante, ya no éramos niños pero seguíamos siendo unos niñatos, y posiblemente ni fuera partidillo y solo un rondo o un juego similar, el caso es que éramos varios y había una pelota de por medio y tierra a raudales, yo di rienda suelta al sarcasmo, cuando aún no sabes qué significa. El blanco, claro, era mi hermano. Con sus gafas y su metro ochenta y pico y su delgadez y sus piernas largas y su correr desacompasado y su pelo que se estaba dejando largo porque en el instituto descubrió el heavy metal y se enamoró de Metallica antes que de su mujer, tanto que en su boda el baile de los novios fue con Nothing Else Matters. Y yo, cumpliendo mi rol de hermano pequeño, indolente y enfrascado en la búsqueda insensata de la diferencia para con él, decidí que era muy divertido hacerle saber constantemente lo malo que era. En el fútbol y el deporte en general, porque en el resto era mucho mejor que yo, supongo, suponía, no lo sé, qué motivos tiene un niño para hacer lo que hace, no lo sabe ni él, lo va descubriendo mientras lo hace, que de eso se trata, de descubrir. Pero qué malo eres. Eres un paquete. Pues vaya pase. Si no le sabes ni dar a la bola. Madre mía, qué inútil. Eres una nenaza, menudo disparo. Porque antes éramos muy machistas sin ser conscientes. Ahora también, pero somos conscientes, y algunos hacemos por repararlo, pero entonces no tenía sentido porque nadie nos lo explicaba, no sabíamos que es una falla ni que es remediable. Y así una y otra vez, una y otra vez. Mis amigos, listos como la gente de pueblo, que saben sin darle importancia a que saben, callaban y esperaban. Alguna media sonrisa, pero poco más. Yo y mi ego pensábamos que les hacía gracia mi bravuconería cruel, de nuevo, qué machos somos todos. Mi hermano no hacía caso, seguía jugando, y yo también. Pero mi juego no era el suyo. Debieron pasar diez minutos y trescientos improperios hasta que el calor de las chanzas le abrasó las sienes y reaccionó como tenía que reaccionar, dejando el fútbol a un lado y pegando un grito que ya quisiera Braveheart enfrentándose a las hordas inglesas a caballo, y corriendo hacia mí, que por supuesto me quedé helado, qué carajo me esperaría yo que fuera a pasar. Sobre mí cayó una lluvia de golpes hasta que nuestros amigos cronometraron que el castigo ya era justo. Al separarnos le miré y, sin haber aprendido, o aparentándolo más bien, dije “No sabes pegar, nenaza”. Pero mi hermano ya había descargado y no ha lugar a más. 

Todos los veranos me lo siguen recordando mis amigos, sobre todo uno de los Manchegos, que ya es mi hermano también. Y me sigue doliendo, como entonces. Una de esas memorias que divierten al resto y yo tengo que tragar, porque sí, yo me lo he buscado, ya lo entiendo. Mi hermano ya va menos al pueblo, tiene varias casas en propiedad y un perro que se compró, se casó y tiene dos hijas que saben de feminismo, tiene menos pelo que yo, que el mío es de mi madre y a él le tocó el de mi padre, y sigue escuchando Metallica y riéndose de las mismas tonterías con las que nos desternillábamos cuando éramos más pequeños, más aún que aquella tarde en el chalé de Los Manchegos. Yo no falto ningún verano ni Semana Santa, porque es pisar el pueblo y sigo siendo el mismo niño, aunque no me he vuelto a pegar, ahora que ya sé algo más. Y mucho menos con mi hermano. Nunca mejoramos en aquello de jugar al fútbol, aunque años después montáramos en Madrid aquel equipo todo de rojo en el que nos goleaban la mayoría de los domingos pero nos reíamos a pierna suelta, sabiendo lo malos que éramos e importándonos más bien poco que se supiera. Luego leí en su boda y él volvió a levantarse corriendo hacia mí, para abrazarme como un oso.

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