jueves, 15 de junio de 2023

Rímel en cascada

De entre todos los vestidos negros, eligió el de mangas de encaje. Se maquilló las mejillas, muy poco los labios y se pasó con el rímel, siempre hacía buen efecto el rímel navegando en cascada. Comprobó que llevaba pañuelos en el bolso, se estiró la coleta y se calzó los zapatos de tacón bajo. Las medias sin carrera y los pendientes diminutos. Cartera, móvil en silencio y llaves. Comprobó la hora, reservó un taxi y esperó frente al espejo, ensayando gestos y esa mirada tan trabajada, esa que mira sin mirar, como si tuviera ojos de cristal.

De camino, le pidió al taxista que quitase la radio y volvió a comprobar hora y lugar. Recordó la última vez que había estado en ese mismo destino y su actuación, pero no lograba rememorar el nombre del protagonista, ese que memoriza tan rápido como lo olvida. Hoy era Rafael Sánchez Cortés, viudo, 83 años, sin hijos, madrileño de tercera generación, funcionario de Correos. Rafael Sánchez Cortés. Rafael Sánchez Cortes. 83 años. Viudo. Gato. Sin descendencia. Como casi siempre.

El conductor quiso iniciar conversación, curiosear. El descaro. No respondió más que con la cabeza, concentrada, preparándose. No es fácil llorar sin querer. Él se rindió con un suspiro y una condolencia, un vistazo al retrovisor y un frenazo en ámbar.

15,80, sin propina, inmerecida. Cerrar la puerta tras de sí, avanzar rebuscando en el bolso el primer pañuelo, puntearse con él los lagrimales, bajar la cabeza y andar despacio. Rafael Sánchez Cortés. Preguntar en la entrada a Antonio, que la reconoce y le indica, achinar los ojos al levantar la cabeza buscando el mejor camino. Sortear floristas, una familia rota y una pareja que sale con las manos vacías y sin tocarse, ella delante, él algo más atrás, encendiendo un cigarro. 

Los dos operarios esperando alejados solo unos pasos, una docena de personas en semicírculo frente a una pared llena de nombres y cruces, alguna foto sin color y claveles secos, y un agujero profundo y con boca cuadrada en la fila de abajo, suerte para los operarios, que hay que llenar y tapar, y Rafael Sánchez Cortés encajonado en amalgama de pino. Un cura que no conoce y unos salmos que podría recitar sin esfuerzo. Empezar. Sin exagerar, sin consuelo, haciéndose notar lo justo, tienen que saber que está ahí pero sin acaparar. Llorar y musitar penas y quejidos, sin destinatario fijo, el sollozo. Y ahí va el rímel, goteando hacia los labios, secándose a medio camino, trazos negros. Otro pañuelo y respirar agitada. Santiguarse forzando un temblor en la mano, bajar la cabeza cuando toca, mirar a Rafael Sánchez Cortés cuando corresponde, todo tan cronometrado que solo quien sepa se da cuenta, el resto cree. Adiós, Rafael. Gemir. Cemento y nicho. Los que se van enseguida, los que aguantan un poco mirando esa pared llena de gente que no sabe que está ahí, una pared que hace unos años no existía pero tuvieron que levantar porque la muerte también tiene demanda.

Ser la última en irse, desandando el mismo camino, usando el tercer pañuelo, gimoteando sin descanso. No puede ser invisible hasta que llegue a casa. La cara no puede estar seca y limpia hasta más allá del final.

Otro taxi, quitarse el vestido, desmaquillarse y ducharse, pañuelos y medias a lavar, rellenar la factura y enviarla por email. Olvidar un nombre y dos apellidos. Pensar que no quedan plañideras, que debe ser de las últimas. Que quizá ya toca jubilarse, dejar de ir a cementerios como si fueran oficinas con uniformes de luto y rímeles que no aguantan.

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