domingo, 8 de julio de 2018

La estatua

Marcos saltó de cabeza a la poza, donde ya estaban Raúl y Catalina, él gritando y ella riendo y salpicándole. Lucía se dejó resbalar por la piedra, agitando los brazos y repitiendo ay en cuanto el agua le llegó al ombligo y hasta que terminó con ella mojándole la barbilla y con Marcos abrazándola. Era una forma de meterse cuando no te atreves, simplemente dejarte resbalar y que ya no haya nada que hacer, más que caer.

Las toallas abandonadas en la piedra caliente. Las chanclas, las camisetas, los pantalones, las bragas, el vestido y los calzoncillos bien ordenados, o bien hechos un ovillo, dependiendo de la meticulosidad del que viste. El perro bostezando bajo la sombra de un ciprés y los móviles olvidados pero a buen recaudo, a salvo de gotas y humedad. Habían llegado hacía menos de quince minutos y sólo él aún no se había bañado.

Metía el dedo gordo del pie para corroborar lo que ya sabía. El agua estaba helada. Sumergía poco más que la uña y retrotraía el pie a la velocidad de un gato. Con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos enterradas en los sobacos, entrecerraba los ojos por el sol y miraba al resto bucear, nadar, tiritar, inclinar la cabeza hacia un lado y hacerla rebotar levemente para sacar agua del oído. Volvía a sumergir el dedo gordo, como si algo fuera a cambiar en la temperatura del agua en segundos. Y lo volvía sacar rápido, como si fuera fuego, como si fuera cal viva.

Pensaba en el tiempo que llevaba deseando ir al río. Por fin de vacaciones, por fin al pueblo. Por fin desayunar a horas de dos dígitos, hacer siestas kilométricas, comer a las cuatro, tomar el aperitivo en la plaza, emborracharse en la verbena, bailar canciones que en invierno odiaba. Tal vez encontrarse con ella, un verano más, y tal vez terminar en su cama, una noche más. Se deleitaba cerciorándose de que no había ningún ordenador que encender, nada de reuniones con PowerPoint, qué más da lo que esté haciendo el cliente ahora. Ahora que él prueba el agua para darse cuenta de que está tan fría como todos los veranos.

Calculaba cuántos días le quedaban de vacaciones. Los kilómetros a hacer a la vuelta, el atasco, la ciudad, el otoño. Volver. Sopesaba que cinco años en la misma empresa ya eran muchos, todo un récord en su vida laboral de tres páginas. Tal vez a la vuelta de las vacaciones debería ponerse a buscar un nuevo trabajo, con la calma y con la certeza de que podía ser él el que exigiera, porque cuando ya tienes un contrato, son los otros los que te tienen que ofrecer, no tú. Tú demandas. Se lo había ganado.

Miró a su espalda, a donde tenía la toalla y el libro. Se le pasó por la cabeza revisar posibles notificaciones en el móvil, pero nunca hay cobertura en la garganta, y ella no solía escribirle. Se levantó un poco de brisa y le erizó los pelos de los brazos y le endureció los pezones. Apretó más las manos entre las axilas, bombeando unos pectorales invisibles. Se giró de nuevo y vio como el resto empezaba a salir del agua. El perro levantó la cabeza cuando Lucía pasó a su lado, salpicándole con el pelo al frotárselo. Marcos fue el último en salir, como siempre, y se fue directo a su toalla, a tumbarse boca abajo, moqueando y temblando. Las gotas se le iban evaporando de la espalda y doblaba la rodilla, subiendo y bajando el pie. Raúl sacó un cigarro que se le mojó en la boca y Catalina se desabrochó el bikini mientras le pedía a Raúl que le diera crema en la espalda. El perro volvió a tumbarse y cerrar los ojos, y él volvió a meter el dedo en el agua. Seguía estando fría, y le quedaban doce días de vacaciones. Se dio la vuelta y buscó el móvil mientras el resto ya se había secado.

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