miércoles, 2 de diciembre de 2015

7 am

- Quédate a dormir ¿no?

Sentada en el borde de la cama, deja las medias a medio desenrollar, se gira sonriendo con suficiencia y niega con la cabeza. El algodón reanuda la ascensión por sus muslos.

Me tapo un poco más con el edredón, me ha dado un escalofrío.

Se levanta, con las medias ya cubriéndole hasta el coxis, con el tanga transparentándose, con mis manos quietas bajo sábana, palpando algo que aún no reconozco. Busca su falda de tubo. El sujetador lo agarro yo entre los dedos; ahora que lo identifico, lo escondo. Sin pensar. El fin, este fin, ella, justifica todos los medios. Se desenvuelve semi desnuda por mi casa, como si fuera la suya, como si fuéramos hermanos. Dobla las rodillas y espía bajo la cama.

- ¡Bicho!

Se sumerge. Me imagino a Harry desparramado sobre su falda, cualquier trapo es bueno para que haga de lecho. Le oigo maullar agudo, como cuando le tiro del rabo. Ella asciende de las profundidades con la falda en la mano, con algo más de pelo a cómo la trajo. Harry sale disparado, enfadado como un búfalo. A nadie le gusta que le roben la mitad de sueño. Porque los gatos sueñan, seguro. Como yo, que aun sin haber dormido hoy, sueño con despertarme con ella mañana, en unas horas, ya es mañana, y repetir. Y repetir.

Sacude la falda, blasfema en bajo contra todos los dioses felinos. Se aparta un mechón de la cara, ese que se le desplomaba sobre la mejilla cuando, después de trepar sobre mí, se puso a marcar ritmo, a vaciarme. Primero un pie, luego el otro, falda hacia arriba, cremallera, y de cintura para abajo vuelve a ser la chica que bailaba Massive Attack cuando cerraban el 33 hace poco más de una hora.

Gira el cuello a izquierda y derecha y es como admirar el escorzo del Laoconte, menguo por momentos. Su cuello es autopista por la que correría de nuevo con el bólido de mi lengua, pero el Gran Premio ha terminado y no me dejan seguir compitiendo.

Otea por la habitación y frunce el ceño, como el pirata al que le han robado los frutos de sus escaramuzas una panda de amotinados ingratos. La camiseta la tiene ubicada, junto con el abrigo y el bolso, en la silla del rincón, esa que tengo ahí para acumular ropa que no está ni limpia ni sucia.

Extraigo un tirante del sujetador, despacio, como si fuera oro y yo un minero chileno. Sonrío pícaro. Ella me mira y extiende la mano. Seria. Imperativa. Dobla los dedos sobre la palma y los estira, pidiéndome, sin hablar. Es el árbitro profesional que no quiere oír más protestas, pero el caso es que no me está dejando jugar como me gusta, con juego directo, pase al hueco y esperar el talento de los de arriba. Me secan de cara al gol, así que saco el sujetador y se lo entrego, vencido.

En veinte segundos ella está con el abrigo puesto y mirando el móvil.

- Te podrías quedar a dormir. Son las 7 de la mañana. Duerme un rato y luego…

Abandona el móvil en el bolso, chasquea la lengua, ignora a Harry que se une a mi causa y empieza a restregarse contra sus piernas, con el rabo de punta, como a mí me gustaría. El rímel ha derrapado por las cuencas de sus ojos y se distingue aún purpurina en sus pómulos. Tiene sendos Pollocks en los ojos, ojos que me miran sin fijarse, como se mira por la ventana del bus.

- No me levanto con desconocidos.

Cuando vuelvo a pestañear, ahí no hay nadie y oigo la puerta que se cierra.

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