jueves, 3 de julio de 2014

Platos hondos

Justo cuando me estaba acostumbrando a comer con las manos, voy y me topo con aquella vajilla. Para muchos no sería gran cosa, pero a mí me llamó la atención, no sé por qué. Después de un rato mirándola, la recogí, me la subí a casa, la puse a la luz y la estudié un rato, ya con todo el tiempo del mundo. Porque tenía todo el tiempo del mundo.

Había desconchones, algún plato contaba muescas en los bordes, y había cuchillos sin filo y tenedores a los que les faltaban pinchos. Pero aun así había algo en esa vajilla que me atrapaba. La guardé con mimo e intenté recordar cómo se comía con cubiertos.

Por supuesto no era de porcelana fina, ni con ribetes de oro, ni con los cubiertos entallados en marfil. Nada de eso. Eso tampoco quiere decir que fuera una vajilla más. Al menos para mí no lo era. Me recordaba a otras que había usado años ha. Los platos tenían una curiosa forma, más abombada que los platos hondos habituales. Como si pudieras servir en ellos litros de sopa. Cada plato era una promesa.

Perfeccioné el uso del cuchillo y el tenedor. Lavé los platos con más ternura con la que bañaría a un bebé. No volví a usar otra vajilla, ni se me ocurrió recuperar viejos hábitos manuales. Estaba orgulloso de mi vajilla, y estaba convencido de que habérmela encontrado así sin más sólo podía ser una buenísima señal.

Una comida, en esa vajilla, ganaba sabor. O eso me decía mi paladar, tan poco entrenado.

Un día, después de cenar merluza rebozada, fregué el plato usado y lo coloqué junto a los demás. La balda que los sostenía se desprendió y, uno a uno, fueron estampándose contra el suelo, saltando en pedazos, llenando mi pequeña cocina de trocitos blancos de cerámica. No reaccioné hasta que fue tarde. Sólo conseguí rescatar el último. Me quedé mirándolo mientras bajo mis pies todo crujía.

Y lo tiré. Lo tiré con fuerza contra el suelo. No sé por qué lo hice. Tal vez fuera un intento de no dejar aquel plato solo, de permitirle acompañar a sus hermanos. O puede que sólo fuera que el estropicio me superó y me pudo la rabia. Dándolo todo por perdido.

No barrí.

Preferí no volver a pisar la cocina durante un tiempo. Cuando por fin entré de nuevo en ella, todo seguía igual. En algún lugar de mi imaginación llegué a creer que tal vez nada de aquello había pasado. Que volvería a la cocina y la vajilla estaría ahí, esperando a ser llenada, a ser usada, a verse completada en su significado. ¿Qué es un plato sin comida? ¿Qué es un plato hecho añicos? Me puse a barrer y fue entonces cuando vi el tornillo que se había soltado de la balda. Estaba torcido. Sin querer, me puse a llorar, entendiendo que si antes de haber puesto la preciada vajilla en aquella balda hubiera hecho bien las cosas, nada de esto habría ocurrido. No habría habido desplome. Podría seguir cenando y desayunando en ella. Si hubiera afianzado la balda, cambiado el tornillo, o tal vez incluso buscado otro lugar para sostener una vajilla que ya no existía…

Sorbí mocos y me puse a intentar arreglar uno, que se había roto sólo en cuatro trozos grandes. Me esforcé en pegarlo, en dejarlo como estaba antes. Pero era imposible. Las grietas se veían, faltaban esquirlas, incluso se diría que ya no era tan hondo como antes. Es curioso, tengo el poder de deformar las cosas en mi memoria, pero no tengo la virtud de cuidarlas para que sigan siendo lo que en realidad son, sin necesidad de ser magnificadas ni mejoradas por mi inocencia. Aquellos platos fueron míos y ahora, rotos, se me aparecen en sueños para darme hambre. Con lo bien que había comido a lo largo de todos esos meses.

Renuncié a reparar el resto. Tiré todos los platos y restos a la basura. Saqué la basura, entré en casa y me puse a llorar, esta vez queriendo.

Llegué a salir corriendo, a ver si podía recuperar la bolsa de basura, si podía hacer un último esfuerzo por darle la razón a mi memoria y dejar aquella vajilla como cuando me la encontré. Pero ya había pasado el camión de la basura y donde antes estaba la bolsa ya no había nada.

Ahora como con las manos, sabiendo que debería bajar a cualquier tienda a ver si encuentro otra vajilla. El problema es que no tengo apetito. Todo a su debido tiempo.

Tiempo. Tiempo para comer con ganas y comprender, de una puta vez, que no es la vajilla lo que endulza un plato, sino cómo lo cocine yo.

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