domingo, 28 de febrero de 2010

Tres días de penosa despedida

(Nunca sé despedirme, por eso supongo que no sé escribirlo con sentido, por eso este texto intenta recoger lo mejor y más significativo de mis últimos días, y voy dando saltos en el texto, y por eso pido perdón, porque no lo voy a reescribir... releerlo ya es suficientemente doloroso).

Decidido. Me voy, me alejo, me hago un lado. Después de algo más de cuatro meses tengo la sensación de que tengo que salir de aquí. Tengo demasiadas dudas, me he desmotivado sin saber porqué, desubicado es el participio que más me acompaña en los últimos días. No estoy satisfecho, me levanto sin ganas, como he estado amaneciendo en Madrid en los cuatro años pasados en los que era la mitad de lo que puedo ser.

Creo que si siguiera aquí sería únicamente porque estoy aquí. Necesito un motivo real para quedarme. No puedo permanecer en un sitio como éste sin confiar, sin saber qué preguntas hacerme y por lo tanto sin llegar a atisbar una respuesta. No quiero ayudar a levantar unas casas en las que cada vez creo menos, porque una comunidad no se forma sólo con cemento y bloques. No quiero involucrarme en algo en lo que estoy dejando de creer. Por eso, me voy. Con unos cientos de kilómetros de separación tal vez la perspectiva me ayude, tal vez vuelva a ver el bosque ahora que los árboles agitan sus ramas, violentadas por el torbellino que nace en mi cabeza, sólo en mi cabeza, haciendo que las espinas se me metan en los ojos. Cuanto antes me vaya, mejor, porque cuanto más tiempo me quede en estas condiciones, más tortura, más decepción, más inútil me voy a sentir en un lugar en el que eso no puede ser, porque aquí nadie es inútil. Una semana levantándome con dolor de cabeza, porque duermo mal y poco, porque sueño de nuevo sin colores y sin imaginación, porque apago el despertador esperando que cuando por fin me levante la sonrisa sea lo primero que me saque de la cama. Pero no sonrío. Sólo por las noches encuentro motivos para quedarme, pero por el día me dan ganas de hacer el macuto mal y pronto y salir corriendo. Unos dicen que es una huida, otros que sólo es un descanso que necesito ahora que estoy agotado y consumido. Yo creo que es una terapia para despejarme la mente, esa que truena en una tormenta sin lluvia. Sea lo que sea, me hará bien, y siempre tendré tiempo para concluir que estaba equivocado y volver, aunque no creo que ocurra.

Ayer se lo dije a los niños del fútbol, esos que ahora mismo son los únicos con el poder para hacerme dejar de pensar y sacarme carcajadas. Niños, tengo que deciros una cosa... el viernes me voy, hacia Honduras, hacia Guatemala, hacia ningún sitio, hacia mí mismo. Sorpresa y tristeza en esas caras que muchos podrían pensar que son inmutables, porque estos niños dan siempre la impresión de que pasan de todo. Dayson me miró con los ojos caídos, la gorra calada y los colmillos luchando por salir de sus rosadas encías: "Pero Julio, tú tienes que hacer como Pato, como Óscar, como Arantxa... quedarte aquí, para siempre". Mudo, le miré y le sonreí, le atusé el pelo, quise llorar y me reprimí. Kevin, que es el mayor, que es el que no duda en burlarse de todo y de todos, me respondió "y yo también, Julio, claro" cuando le confesé que les iba a echar mucho de menos. Antony parecía enfadado, y Franklin se quejó diciendo que yo era el mejor entrenador que podían tener. Todos tienen ahora unas botas nuevas que conseguimos con empeño, todos ahora saben que en la práctica el que se porta mal hace flexiones. Y eso es lo que les recordará siempre que yo pasé por aquí y quise hacer de los Alcones y los Tiburones dos equipos de fútbol de verdad, pero no en el sentido de campeones, sino en el sentido de espíritu de equipo, donde unos se apoyan en los otros. Seis niños de 7 a 13 años me decían sin hablarlo que no querían que me fuera. Yo les había comprado CocaCola para aquel entrenamiento que no lo iba a ser, porque sólo quería hablar con ellos, sólo quería que me prometieran que iban a seguir jugando. Parece ser que lo que marca la diferencia entre unos voluntarios y otros es el grado de implicación, o al menos la sensación que tienen los nicas de que te has implicado. Y estos niños cabrones tienen la certeza de que, si les entrenaba y si era capaz de aguantar una misa los domingos por la mañana para luego estar ahí a pie de campo dándoles voces, sería porque me estaba implicando. Mierda, y ahora me voy, y ellos se quedan, siempre se quedan.

Y en eso pasó Pato por ahí y Dayson se alejó en silencio para interceptarla: "Pato, que quería pedirte perdón por lo de antes". Pato le miró tierna, le acarició el collar y le dijo que vale, que no pasaba nada. Yo, sin saber qué es lo que había hecho este niño travieso pero consciente, esperé a que volviera. "Muy bien, Dayson, muy bien. Lo que has hecho, lo que le has dicho a Pato, es maravilloso. Estoy muy orgulloso de vos". Su pecho se infló, una media sonrisa se le escapó, y me estrechó la mano como no me la han estrechado nunca, con tantas dosis de fuerza como de satisfacción, pues yo le estaba reconociendo una proeza, porque pedirle perdón a un adulto sin que nadie te empuje a hacerlo es algo tan difícil como elogiable.

Cuando empecé a entrenar a estos chavales tenía que ir casa por casa a recordarles que había práctica, que se dieran prisa. Ayer, que yo no quería hacer práctica porque ya no quiero hacer nada, ellos me estaban esperando, enfadados porque no llegaba. Todos con sus zapatillas nuevas, todos insistiendo en que fuera a por un balón o que me pusiera yo a hacer flexiones. Ni Lenin confiaba en que fueran a venir todos los martes y los jueves a la práctica. Y ahora yo me voy y ellos quieren seguir aprendiendo, ejercitando su pequeño físico, sintiéndose equipo, importante y vencedor.

A Pico se lo dije antes, amigo mío, me voy el viernes, necesito alejarme de aquí. Y Pico se me quedó mirando, que es un gran orador pero sólo a través de los ojos. En silencio me demostraba pena, con sus ojos negros detenidos en los míos, fijos, fumando pausado, sin pestañear, sin hablar, ni falta que hace. Le invité a un café, le expliqué porqué me iba, le pregunté qué le parecía. "Creo que tienes que irte para aclararte la mente, Julio". Atontado por su facilidad para leerme, porque mis explicaciones resultaban inconexas, como las de ese niño que no sabe justificar una travesura, quise saber si él era feliz, y sonriendo me dijo que no, y yo ahondé inquiriendo qué le falta para serlo, y me dio una respuesta del Primer Mundo: "No lo sé, pero sé que no soy feliz". Aprovechando una conversación que me estaba encantando tener, porque nunca es demasiado tarde para conocer a un amigo, metí más el dedo en la llaga: "¿Qué quieres hacer tú, Pico, con tu vida?". Sólo una palabra, un verbo en infinitivo, me recordó que cuando colonizamos los estúpidos y prepotentes españoles este lugar les robamos lo que eran: "Trabajar, trabajar y trabajar". Les estamos convirtiendo al modelo de vida del que yo he salido corriendo, allá en Europa, la que no es metrópolis ya pero ya es demasiado tarde para arreglarlo.

Sin dejar escapar la oportunidad, empecé a meterme en las entrañas de este hombre con el que comparto edad y con el que tengo una relación especial, de respeto ganado a base de compartir tiempo en la obra, de no cuestionarle nunca, de hablarle cada vez con más acento nica, de quererle a mi manera. "¿No quieres tener más hijos, Pico?". Me miró sin ver nada y respondió "No, ahorita mismo no, no tengo plata suficiente, y Chepe es lo suficientemente animal como para querer tener más", rió. Es el único nica al que he conocido que piensa como nosotros, los gilipollas europeos. No confía tampoco en estudiar, que conoce a muchos que estudiaron y están como él de albañil. Y me confesó que para él la única diferencia que existe entre ellos y nosotros - qué mierda que haya que hacer la distinción - es que nosotros podemos viajar, que él, sin pasaporte, sólo con la cédula, sólo podría llegar hasta Honduras. Yo le dije que algo es algo, que vaya a ver cómo es el país vecino. Él me dijo que para ello tendría que estar trabajando siete meses sin gastar un peso.

A los dos días, al terminar la jornada en la obra, Pico se acomodó en la hamaca, a mi lado. Yo, en plan de coña, le pregunté si me iba a echar de menos. Él, respondiendo sin un atisbo de broma, dejó escapar un lacónico "sí". Me quedé helado, había otros voluntarios alrededor y no le importó que vieran lo que algún imbécil tomaría como una señal de debilidad, y en realidad es todo lo contrario, porque exponerse como se expuso él sólo es muestra de fortaleza y de indiferencia hacia lo que piensen los cortos de mente. Yo me repuse pronto y le di la razón, "y yo a vos, cabrón, y yo a vos", y chocamos la mano y el puño y el abrazo quedó para otro día.

La última noche, en la que acabamos todos borrachos como cubas, hablé con él sobre su infancia y sobre la de Chepe. Me contó, y creo que no se lo ha contado a muchos voluntarios, que su padre le pegaba, y que les abandonó pronto. Quería saber qué hacer, si, aun así, ir a visitar a su padre para mostrarle sus respetos, o no. Le martirizaba pensar que un día su padre se moriría sin que él hubiera sido capaz de hablar con él, y que luego si se arrepintiera ya sería demasiado tarde. Yo, que de esto, como de tantas cosas, nada sé, le reconocí que si fuera a hablar con él, sería mucho más hombre de lo que ese padre que nunca lo fue ha sido nunca. Pero que en realidad sólo depende de él. Pico me miraba con ojos vidriosos y enrojecidos por el ron, fumando compulsivo, realmente pensando en lo que yo le decía desde mi brutal inexperiencia, porque yo tengo la suerte de tener unos padres que siempre están ahí, siempre, incondicionalmente, que es como deben estar los padres si se consideran tal. Finalmente le aconsejé que, haga lo que haga con respecto a su padre, que no permita que eso le pase a Chepe. Pico soltó humo y musitó que eso nunca, que Chepe siempre tendrá lo que necesite, aunque a él le cueste romperse la espalda. Que por eso no quiere tener más hijos, para no caer en la tentación de huir abrumado por la responsabilidad y la falta de recursos. Pico quiere ser un buen padre, pero no sabe cómo se hace. Ningún padre sabe, pero al final lo es o no lo es, es así de sencillo, así de complicado.

Unos días antes de esa borrachera tierna, le comenté también a Mula que me iba de La Prusia, y él me contestó con sus comentarios infantiles y homófobos habituales, no podría esperar yo otra cosa. Alex recibió la noticia a la vez, pero él estaba a lomos de un caballo que dominaba con una sola mano, sin silla y con una brida hecha de cuerda. Sin decirme nada, dio la vuelta a su montura y se alejó al medio galope. La noche siguiente, cuando despedíamos a Eider, fue él el que le explicó a Cruz y a Yader, al que llaman Pelón, porqué me iba. "Que no lo entienden, caballos. Julio se tiene que ir porque necesita pensar, y aquí no va a poder hacerlo. Lo mismo después de pensar y despejarse entiende que quiere volver aquí, o lo mismo no, por eso se tiene que ir, para ver qué quiere hacer". Me quedé tan sorprendido como satisfecho, le pregunté en un aparte quién le había contado, porque yo no había sido, y encogiéndose de hombros y dando una calada al cigarro me dijo "No necesito que me digan, creo que le conozco para saber porqué se va de repente". Le di un toque en el bíceps, queriendo en realidad abrazarle, y le di las gracias por entenderlo. Él no entendió esas gracias y se río.

Pero lo más duro iba a ser decírselo a Alemán, que es mi amigo, de verdad, un amigo hecho en cuatro meses, un tipo que me confiesa cómo se está enamorando de Sandra, que me cuenta su sueño de ser beisbolista profesional, cosa que está a punto de conseguir, que me agradece siempre que haya peleado yo para darle el trabajo de basurero de los voluntarios, que se ríe conmigo en cuánto tiene ocasión y que se pone serio cuando la situación lo requiere, sin temor a que sus congéneres le vacilen y le llamen amigo de los gringos, y que me dio un abrazo en cuanto apareció ayer noche, después de un día entero trabajando en el camión. "¿Es cierto eso que me han dicho de que te vas el viernes?". Sí, amigo mío, lo es, quería hablar con vos, pero no te miré en todo el día. Y me dio otro abrazo, y no sabía mirarme a la cara, y creo que no quería entender mis motivos. Le dije que le iba a echar de menos, que decírselo a él era lo que más me costaba. Él me atravesó con la mirada, con esos ojos enormes que tiene, y me dijo que él sí que me iba a echar de menos, que ya sólo le quedaba Mitch como amigo entre los voluntarios, pero que él sabía que yo tal vez volvería. Yo le frené en seco: "no sé si volveré Alemán, quién sabe, pero no lo quiero decir para no decepcionarte". "Ya, ya lo sé", me interrumpió él.

Ahora que me voy es cuando me doy cuenta de lo mucho que pueden comprendernos esta gente que tanto se nos escapa a nosotros, los leídos del primer mundo, los que en realidad no tenemos ni puta idea del mundo, ese que catalogamos en tres categorías sin saber que éstas solo existen en nuestra cabeza y en la del FMI, que no tiene. Y decidimos volver a hablar como cualquier otra noche, de todo y de nada. Llevaba una gorra con una S, por su equipo de beisbol, y me dijo en broma "Es la S de Sandra", y yo le contesté que a mí la gorra que me gusta es esa naranja que lleva muchas veces y que me hace reconocerlo a kilómetros de distancia, con una P de La Prusia en la frente. Sin darme tiempo a coger aire de nuevo, soltó "Pues esa te la regalo, para que tengas un recuerdo mío". Yo, imbécil, creo que no puedo aceptarlo, y le espetó que no se lo decía esperando que me la regalará, que sólo le estaba diciendo que es una gorra tuani, que cómo me la va a regalar. Poniendo cara de enfadado me hizo callar con un "no, esa gorra es para ti". Y me dio otro abrazo, y conseguí no llorar, y cuando sea que me ponga esa gorra pensaré en ese loco que se llama Luís Fernando Corea y al que todos llaman Alemán, sin saber nadie porqué.

Y la voz se ha ido corriendo por La Prusia, y gente como Cruz, como Yader, como Isaías, como Chilo la de la venta, como Ernesto el taxista, como Álvaro el artesano de Granada, como el tocayo que me llama Yulio Baptista me paran y me preguntan si es cierto y les digo que sí, y ponen cara rara y me dicen cosas como que no se lo esperaban o que "mañana será la última paliza que te demos al fútbol". Y yo tengo ganas de contestarles que mañana será el último día de la mejor parte de mi vida, esa que se desmorona sin motivo y en la que ellos son los únicos que siguen creándome dudas. Porque estando con ellos pienso que sólo por ellos me quedaría, pero no son el motivo por el que vine, aunque son el motivo que me empuja a llorar ahora.

Intentando consolar a Alex, que no necesita que le consuelen, le adelanté que estaba a punto de llegar un nuevo voluntario. "Pues que venga... esto ya no va a ser lo mismo", respondió él, sin saber en realidad lo que suponía que me confesara eso. Nunca me sentí imprescindible, ni quiero serlo, nadie lo es, nunca, en ningún sitio, pero con esa frase Alex me confirmo algo en lo que no quiero pensar: voy a dejar amigos aquí, y probablemente no vuelva a verlos, porque ellos no viajarán a España, y algo en mi fuero interno me dice que yo no volveré a Nicaragua. Quién sabe, tal vez un día lo haga, y ande por el camino de La Prusia, y cuando me vean llegar soltarán el aullido de La Prusia, darán palmas, reirán, y me sentiré de nuevo Julio Flaco, o Julio Boltio, o "Juliana, qué mala eres", cualquiera de los motes con los que me han bautizado y que me diferencian del resto de voluntarios, porque después de algo más de cuatro meses, ya no soy uno más, soy yo, y ellos lo saben. Porque ellos saben más de lo que yo puedo saber. Porque ellos son yo, pero yo no soy ellos.

Y escribiendo esto, queriendo poner punto y final por fin porque si no me voy a deshidratar de tanto llorar, me llama Chalé y me dice "ven y ve", y yo voy, sorbiendo mocos y limpiándome la cara. Están sentados él y Tom, encaramados a una pila de bloques, esperando material, queriendo trabajar pero sin poder. Tom es de esos que no necesitan cuatro meses para ganarse la confianza de esta gente, es uno más desde que llegó. Hablando les digo que me voy el viernes con ese mismo Tom, y Jimmy y Chalé se quedan sorprendidos y me preguntan por qué, y les intento contar pero se me traban las palabras, les digo que no sé como contarlo. Chalé me suelta desde lo alto, desde su trono de bloques de cemento "Contámelo como querás, pero contámelo, que seguro que sabés". Creo que me está vacilando, y le miro, pero está serio, realmente le interesa. Me arranco con un "tengo dudas", que ya no confío en mí, que me he acostumbrado demasiado al ir y venir de voluntarios y yo siempre sigo aquí, que aquí si se está es al cien por cien, que no se puede estar como estoy yo, sin confianza y sin motivos. Y Chalé termina mi explicación. "A muchos voluntarios les ha pasado, pierden la ilusión, viven anomalías. Y si además te gusta este país, como creo que le gusta a vos, entonces es más difícil, porque aquí somos libres. Y va a dejar amigos, y eso es muy duro". Y me enternece la capacidad que tiene esta gente a la que sin querer infravaloramos. Y por fin suspira y me dice "Siempre pasa lo mismo, siempre os vais los mejores, los que más trabajáis", y yo quiero que esté bromeando pero no es así, lo está diciendo de verdad, y el mundo se abre a mis pies. Gente que nunca pensé que fueran a sentir nada porque yo me fuera me está contando cómo va a cambiar esto sólo porque mis mierderos 65 kilos vayan a desaparecer en tan solo dos días. Dentro de dos días no estaré, ellos seguirán, llegarán más voluntarios, pero empiezo a darme cuenta de que hablarán de mí un rato más. Y yo hablaré de ellos el resto de mi vida. Pero tengo que irme, aunque cada vez me cuesta más. Ésta es la experiencia de mi vida, y se acaba, y me acabo, y me agoto, y me muero tranquilo en la vida de esta gente que se sabe libre, que me aprecia y que ya no hace por ocultarlo.

Pero no puedo quedarme porque tenga amigos, ni porque añore la felicidad vivida, porque crea que sólo aquí pueda aprender tanto como he aprendido en los últimos meses. No puedo obviar el hecho de que esto es una ONG, y de que o estas al cien por cien y a gusto, o simplemente no estás. Podría aceptar el curro que me ofreció Óscar, ganando dinerito y consiguiendo trabajo para los nicas de La Prusia, con el camión y con las maquinas para la obra, haciendo de comercial en cualquier sitio, comiendo, bebiendo, cenando, jugando al fútbol, paseando, consiguiendo clientes en cualquiera de esas banales y divertidas actividades. Es un trabajo cómodo, una vida sencilla y relajada, ya no sería voluntario, sería diferente, podría seguir viendo a mis amigos, vivir aquí... pero ni siquiera sé si quiero eso. Que me lo haya ofrecido es increíble, a ningún voluntario le han mentado siquiera la opción de ser parte de esa empresilla que es motor de la ONG, y me siento honrado y orgulloso, pero no puedo decir que sí para luego irme dentro de un mes. Si le digo que sí es con todas las consecuencias, y ya no sé si me compensan esas consecuencias. De borrachera, Óscar - que nunca ha estado en ninguna fiesta de despedida desde que yo ando por aquí, pero sí estuvo en la mía, hasta el final, eso quiere decir algo, coño - me deseó buen viaje y me tranquilizó diciendo que, volviera cuando volviera, el trabajo seguiría estando ahí, esperándome. De verdad que sigo sin saber qué he hecho para merecer ese trato. Me deshice en gratitud y Óscar me estrechó la mano con fuerza, tal vez queriendo retenerme, o tal vez sabiendo que esa sería la última vez que lo iba a hacer.

Puede que me vaya y a las dos semanas concluya que este es un sitio estupendo en el que pasar un año, trabajando, haciendo una labor mucho más efectiva que la del mero voluntario.

Tal vez me aleje y me dé cuenta de que me tendría que haber ido hace tiempo.

Quién sabe si llegaré a algo viajando hacia el norte.

Quién sabe si pararé por aquí si al final decido ir a Colombia a ver a Moni, a juntarme con el loco Celta.

Quién sabe...

Porque al final no sé nada, y para saber, creo que tengo que poner pies en polvorosa, recorrer el norte de este país, cruzar una frontera, dudar sobre dónde dormir la siguiente noche, pasar miedo, ver mundo.

Necesito mirarme al espejo y no tener el deseo de apartar la mirada.

Necesito gustarme como me he gustado estos meses, en los que yo solo, yo solo, yo, me, mi, conmigo, me he deleitado con mi propia manera de ser. Ahora mismo aborrezco mis putas dudas existenciales que me empujan a mover el culo hacia quién sabe qué.

Escribo compulsivo intentando aclararme, y no me entiendo ni yo. Soy complicado porque no sé ser de otra manera.

Lo fácil sería quedarme, dejarme llevar por la inercia, pagar 120 dólares de mierda al mes para vivir como me salga de los cojones en la casa roja, que al fin y al cabo por eso pago y no hago como el resto de los voluntarios, que deben justificar una cama y una comida. Yo ya no tengo que justificar nada, y aun así siento que tengo que demostrarme algo. Que tengo que estar satisfecho. Y no lo estoy, y no sé porqué.

Me voy en busca de respuestas a preguntas que no sé formularme. Una vez Juan, el Canario, me dijo que las respuestas sólo se encuentran haciéndose las preguntas correctas. Yo ya no sé siquiera dónde empezar a poner el signo de interrogación.

Tengo que ser egoísta en el reino de la solidaridad, mirarme el ombligo, despejarlo de roña y adivinar en su limpieza qué carajo quiero. España me queda lejos, pero yo sigo estando cerca. Mi lobo me acompañará allá a donde vaya, pero tal vez andando lo amaestre. Quedándome me da la sensación de que el cabrón se alimenta de mi miedo, que es el mejor combustible que va a encontrar.

miércoles, 17 de febrero de 2010

Celta, dos países después

Celta insiste en cambiar su destino, hace malabares con él, qué bola será ahora la que caiga en su mano derecha, la que rija su futuro próximo, la que marque el aeropuerto en el que aterrizar y el cielo que cruzar. Resulta que Celta reconoce que la mejor razón para mover el culo de repente, sin antelación, sin avisos ni excusas ni tiempo ni ganas de tenerlo, es una mujer. El sitio en el que quieres quedarte es una mujer. El lugar en el que quieres que la peonza se tumbe en el suelo, asfixiada y mareada de tanto girar por el impulso que le has dado a la cuerda, que es la misma cuerda en la que tú te tambaleas mientras intentas vivir, es una mujer. Y una mujer, esa mujer, ha aparecido de la nada y lo ha provocado todo en Celta: un nuevo motivo para desviarse de lo previsto, no hay cosa más emocionante que dejar de lado lo previsto, el ansia de cruzar dos países o los que hagan falta, el atractivo de querer jugar esta mano sin haber visto todas las cartas, el misterio de sentirse conectados habiendo hablado sólo una vez, de noche, con más gente pero todos ellos menguados porque sólo existía ella, y él, y soñaban que se habían encontrado, quién sabe, puede ser, por fin.

Después de aquella noche de miradas furtivas, conversaciones en las que el que escuchaba negaba todo sonido que no saliera de la boca que tenía delante y que tanto le hipnotizaba, después de coincidencias impregnadas de sentido, tragos compartidos y experiencias relatadas, después de esas horas que fueron demasiado cortas, cada uno siguió su camino, ese que ahora se empeñan en reconducir hacia quién sabe.
Celta había encontrado con qué ocupar su excitado cerebro, algo más allá de Elia, qué difícil parecía. Sólo otra mujer tiene el poder de desdibujarnos al resto, de aniquilar el recuerdo de aquella a la que no olvidarás nunca, de hacer que Elia, sí, Elia, pueda flotar en la memoria de Celta sin que ya le duela.

Tras aquel encuentro, se escribieron y se desnudaron el alma, teclearon lo que les atormentaba, dejar pasar ese tren del que tanto se habla y en el que tan pocos viajan. Revelaron a través del milagro de Internet la locura de querer verse en cualquier parte, cuanto antes, que el deseo nos vuelve caprichosos. Descubrieron que ambos estaban en la misma página de un libro que no eran conscientes de estar leyendo.

Celta se abrirá paso hasta Colombia, con su macuto colgado al hombro y cara de despistado encontrará en el aeropuerto a esa chica que lleva ahora tatuada en el hipotálamo, y ambos satisfarán la tentación que les ha llevado a buscarse. Pueden decepcionarse, pueden amarse el resto de sus vidas, pueden sólo compartir un mes de locura juvenil en país extraño. Y eso es lo mejor de todo, el no saberlo, el no estar seguro, el notar que tienen que hacerlo o desaprovecharán el regalo que es hallar lo que habías casi negado que existiera, porque el amor es como el diablo, su mayor poder reside en que se deja de creer en él. Y de repente, porqué no, coño, porqué no, la vida se burla y te enseña que todo es posible, que en el portal de una calle prostituida por el reguero de turistas tal vez bebas cerveza con la mujer que vino al mundo para ti, sólo para ti. Y esto le ocurre a Celta en Nicaragua, a donde nunca pensó en ir pero marcó como punto de partida para su fuga de España. En un escenario improvisado, Celta la ha encontrado, y ella le ha encontrado a él, y ninguno lo podía siquiera intuir, y sin pedirlo los dioses se tornan bondadosos y les han concedido la oportunidad de morir juntos tras una vida de despertares con besos. O tal vez no. Quién sabe, claro.

Y yo me quedaré aquí, envidiando a Celta, ansiando cariño, sabiendo que soy como él y que en esta búsqueda de Mi Lugar sólo me daré por satisfecho cuando ocurra algo parecido, algo que no puedo esperar ni provocar, algo que llega sin explicación, o que simplemente no aparece nunca, porque todo es posible, pero misma verdad es que no todo llega, y esa es la diferencia que hay entre los conformistas con suerte y los ambiciosos mediocres, a unos les cae del cielo sin buscarlo, los otros rastrean en lugares equivocados. Celta no es conformista ni ambicioso, Celta diría que él sólo es Celta. Celta es inquieto y osado, y se las apañaría para hacer que el mundo girase al revés si la mujer de su vida se lo pidiera. Así que se va a lanzar a una aventura peligrosa, y yo le despediré y lloraré, porque se me va un hermano que nunca me dijeron que tenía y porque me desespero viendo lo que sucede a mi alrededor pero no a mí. Porque la envidia sana sólo es la que le tienes a un amigo al que le deseas lo mejor, por supuesto, pero esa misma envidia es el tipificado como pecado capital, y lo es, pero sólo para ti, pues no te despierta sentimientos negativos hacia tu amigo, pero sí hacia ti mismo: frustración. Me alegro por Celta, pero me carcome creer en el amor y que el hijo puta se me esconda, como los niños que quieren jugar. Pero el niño soy yo, el juego no es tal y ella está en algún sitio, seguro, lo difícil es coincidir. Lo difícil es que una persona que no conoces sea capaz de hacerte pronunciar su nombre tantas veces al día que la noche echa de menos que la mentes.

Te vas a Colombia, Celta, sólo porque el estómago te ejerce de brújula, y ella es el norte, y tú no eres dueño ni de lo que te ordenan tus tripas: ve, arriésgate, juega esta mano sin mirar las cartas, apuesta duro, gana, pierde, revienta la mesa, arruina al Casino, quédate sin blanca.

Te vas a Colombia, te vas, sigues, evolucionas, te pierdes, te encuentras, llegas. Colombia es el destino ahora, ella te dirá cuál es el siguiente paso, esa cuyo nombre no escribo, hermano, porque a ti te dejo la suerte de repetírtelo en silencio. Nos vemos en el futuro.

martes, 16 de febrero de 2010

Guerra en el país de Quién Sabe

Enojarte cuando te insulto, y darme un puñetazo suave en el hombro cuando te explico que lo decía con cariño.

Interesarte por lo que hago y por lo que escribo, por cómo lo escribo. Creerte que sé muchas cosas, escucharme atenta, como si aprendieras.

Acompañarme a realizar dos tareas que nadie quería asumir. Pasar un día juntos y solos y hablar de follar, de nuestras relaciones terminadas e idolatradas, o no tan terminadas, del amor y de los sueños, de los encuentros y los desencuentros, de otras parejas.

Cuando tengo que hablar en voz alta para ser escuchado por todos, allá en las reuniones de la ONG, últimamente te noto cerca, apoyándome y haciéndome valer.

Mirarte y que me estés mirando, echarnos una siesta compartiendo un colchón estrecho.

Ver una peli con más gente y, tumbado a tu lado, acariciarte el brazo, masajearte la piel que cubre el bíceps con la yema de los dedos, con las uñas, con tanto cariño como intención, y que tú no te muevas, que el brazo se quede allí, recibiendo mis infantiles mimos, mi introducción al mundo de ya no somos niños.

Que no hagas todo eso con nadie más, o yo no lo he visto, o no me he querido fijar.

Por esa enumeración de eternos momentos, y sabiendo que la realidad se me deforma un tanto porque ahora mismo resulta que me gustas, concluyo que yo también te atraigo. Pero si repaso todas esas pistas, todas esas pruebas de esta yincana divertida, resulta que ninguna tiene porqué significar nada.

No sé si cuando te acariciaba no moviste el brazo porque te habías quedado dormida, o porque al fin y al cabo sólo era una muestra de cariño, o porque te daba apuro apartarlo.

Es muy probable que te ofrecieras para venir conmigo a esas dos misiones poco populares simplemente porque eres buena gente y porque no las veías tan insulsas. Tal vez sólo reacciones así cuando te llamo "gilipollas" porque soy el único gilipollas que te lo llama.

Así mismo es cierto que no tengo 15 años, pero eso da igual, es lo bonito.

Puede ser. Tal vez. Es probable. No sé.

Son esas fórmulas, ese moverme en tierra de nadie, entre el Sí y el No, justo en el centro del cauce del Río Grande que separa México de EEUU, lo que me empuja a buscarte.

Es en el país de la duda donde soy rey, porque las respuestas que me doy me benefician. Es en ese país de fronteras confusas donde no hay nada mejor que un quién sabe, el sí es demasiado fácil y corto, el no es aburrido y castrante.

Pero resulta que en ese país que es mío, tú juegas con ventaja, porque me lees, porque me leíste ya cuando escribí por y para ti por primera vez. No estabas siendo espectadora de otro de mis cuentos con final extraño, u oyente en una digresión más sobre la existencia de las cosas, no. Contaba yo entre líneas, pero en un interlineado hecho por un ingeniero de caminos y puentes, así de grande y obvio, que te haría de todo para que terminaras dormida y desnuda a mi lado, soltándote al amanecer sólo porque tenemos obligaciones. Yo quiero que seas una de ellas esta tarde, al anochecer, cuando todos duerman, mañana tal vez. Ahora. Porque soy caprichoso, rasgo innato del deseo, que nos hace niños, porque el deseo no es otra cosa que las ganas de cumplir con la mayor prontitud posible aquello que se nos aparece sin control en ese terreno del cerebro donde impera la anarquía, por mucho que queramos ser dictadores. 'La única manera de librarse de una tentación es ceder a ella', nos enseñó a muchos Óscar Wilde.

Tú leías aquello de lo que eras protagonista, yo te espiaba desde la hamaca, intentando entender el idioma de tus ojos en busca de reacciones a alguna frase mía, de esas con efectos secundarios. Terminaste y soltaste un oh muy largo y sonreíste, y luego exclamaste, cómo olvidarlo: "Qué chulooo, qué bieeen, me ha gustado mucho. Ven que te dé un besooo, que es lo primero que me han escrito nunca". ¿Cómo que qué chulo, qué bien? ¿Cómo que un beso, justificándolo además? ¿Cómo pedirme un beso si el que yo te daría, el primero, sería contra esos labios carnosos con los que adornas tu hablar? Un beso largo como los que se dan los adolescentes, que son los que más viven la pasión, aunque tengan 50 años. Un beso para el que tendría que enmarcarte la cabeza con mis manos, las palmas contra tus mejillas, acariciándolas y sosteniéndolas allá, para que no te vayas, para besarte más, un ratito más, que me lo pide el cuerpo.

Decepcionado con el efecto que mi confesión narrada había causado en ti, para qué negarlo, disimulé y te agradecí tu halago tan sincero como siempre... como siempre.

Recibí tu beso en mi perfil tragándome las ganas de decirte que quería más, y fin, te apartaste arrastrando una crítica positiva al relato. Había iniciado el bombardeo y había hecho agua.

Pero yo incido, que desde aquello, desde que leíste que te despeinaría sin tirones, me da la sensación de que estás más cerca.

Hay guerra civil en el reino de Quién sabe, sigo disparando, sigo calculando las mejores coordenadas, sigo buscando tus barcos. Me importa poco revelar mi posición, mi armada se llama Impulso y me encanta que me lean, que me leas, así que en este punto del conflicto bélico, con tus ojos en estas mismas palabras, yo, queriendo que la guerra pase a una segunda fase, aguardo dos reacciones: o que digas lo mismo, qué bonito, qué bien, qué halagada me siento y con un besito que sólo es un besito me conformo, o que me mires y no digas nada, ya convencida de que a mí no tienes que preguntarme nada, sino dejar los ojos en mí y la boca cerrada, diciéndonos en silencio lo que nadie más podría oír. Pero eso es sólo lo que yo quiero que pase, es lo que definitivamente ocurre en mi reino de lo impreciso, donde hoy dormirías reina, donde por supuesto yo habría ganado la guerra.

Si no corro el riesgo de escribirlo, de embarcarme en esta misión suicida, no me quedo a gusto. Ya lo has leído, mi ejercito ya ha lanzado los mísiles y el rey de Quién sabe aguarda noticias sobre la batalla naval.

Te lo habría dicho, pero algunos dicen que tengo talento para escribir. Dicen. Dices.

sábado, 6 de febrero de 2010

El canciller que soñaba con un cerdo

A los 14 años Bismark se ganó el apodo que le acompañaría el resto de su vida. Empezó a dedicarse a la venta de pan dulce, llamados picos. Ir por el camino de La Prusia voceando "¡Picos!" hizo que a partir de entonces fueran más los que le llamaban Pico que los que respetaban su nombre bautismal. Cargó con esos panes triangulares y rellenos de almendra y miel durante tres años, pues a los 17 cambió de profesión y se puso a ayudar a un albañil que hoy día ya no vive para ver los progresos de aquel alumno suyo. Antes de cumplir la mayoría de edad, pero siendo ya muy mayor para un país como Nicaragua, donde a los 17 puedes ser padre sin que nadie se sorprenda, se metió en el mundo del cemento, vigas y mortero. Tres años después paso de ayudante a primer albañil, y cuenta que le llevó tanto tiempo porque trabajaba dos meses y lo dejaba uno, luego volvía otros tres, y luego lo volvía a dejar. Si hubiera mantenido una constancia que en un país como Nicaragua casi no existe, habría ascendido de categoría mucho antes. A los 20 años ya era lo que es ahora.

Pico me contaba esto apoyado en el alfeizar de la ventana de la casa que estamos a punto de terminar de construir. Mientras el resto de voluntarios hacía mezcla para rellenar la parrilla del suelo, diez centímetros de mezcla en vertical, a lo largo de ocho por siete metros, yo me acomodaba y buscaba sacarle palabras al hombre de lengua vaga y mente rápida. Después de tres meses y medio aquí, más de 100 días, más de lo que he estado nunca fuera de España, me carcomía la cabeza la impresión de que todavía no conozco a la gente nica con la que convivo. Me he emborrachado con ellos y compartido carcajadas duraderas; he trabajado codo con codo con ellos levantando edificios de una planta, yo que rara vez había levantado el culo de una silla y apartado la vista del ordenador; he jugado a las cartas con ellos, picándoles al ganar, defendiéndome al perder; me he ido a una isleta del Lago Cocibolca con ellos, a vivir durante un día como los piratas, a base de pescado y ron; me he fijado en ellos cuando bailaban para intentar aprender... pero nunca hasta esa mañana, los dos relajados y cobijados del sol entre los cimientos de aquella casa, había conseguido meterle en una conversación seria, alejada de vergas, resacas, bromas homosexuales, el mero trabajo y mujeres, temas propios de la vida del obrero, parece ser. Hasta hace poco creía que lo estaba haciendo mal yo, que no estaba profundizando en estas vidas tan diferentes a la mía. Ahora me doy cuenta de que tal vez gente como Pico necesita un tanteo de más de un trimestre para poder tener una charla no banal. O tal vez yo soy de fácil adaptación a entornos radicalmente opuestos al mío urbanita, pero me cuesta ganarme la confianza de estos trabajadores manuales, que supongo me verían como un bicho raro, igual que yo a ellos. Pico ha visto pasar a más de cien voluntarios, y debe estar cansado ya de verles irse, verles flaquear en la obra, verles abandonarla, dejar de verles, olvidarles, y llega uno nuevo, y pasa lo mismo, y ya no hace esfuerzos por conocerles. Y conmigo puede que ocurriera eso, puede que no diera un peso por mí, puede que pensara que iba a ser un caballo más. O quién sabe. El caso es que un cuarto de año después de haberle estrechado la mano estoy empezando a enterarme de quién es este hombre de ojos pequeños, perilla poco poblada, piel tostada, manos hábiles y cálculo veloz. Así que, por fin, sin hacer nada pero enterándome de tanto mientras el resto trabajaba y se interesaba tan poco en nosotros, Pico me contaba quién era, que creo que es el trabajo que yo he venido a hacer.

Fumando de mi tabaco, Pico me explicaba que para ser maestro de obra, el siguiente escalafón, hay que estudiar, que eso le llevaría mucho tiempo, que lo ha descartado. Di por buena esa excusa, y cuando fui a hacerle una nueva pregunta vestido de periodista pero en realidad sólo hundiéndome en un mar de curiosidad, él mató mi signo de interrogación, contándome que empezó a estudiar pero que no es bueno para eso, que es torpe con los estudios. Con sorpresa sincera le insté a que no se menospreciara, que él, sin esos estudios que dice que tanto le cuestan, es capaz de levantar una casa de cincuenta metros cuadrados fijándose en un plano hecho por arquitectos solidarios de Harvard, que en donde más filantropía se encuentra parece ser que es en las universidades donde sólo estudian los más inteligentes, los más ricos o los más prometedores jugadores de fútbol americano, qué paradoja. A Pico, que no sabe lo que es ser rico, desconoce las reglas del fútbol americano y no se considera inteligente, le dan el plano de la casa, se lo lleva a su chabola donde su mujer habla poco y su hijo juega con cualquier cosa y con los pies descalzos a la vera del camino, y al día siguiente, en su cabeza, sólo en su cabeza, sabe lo que tiene que hacer para que el resultado final coincida a la perfección con lo que dibujaron en un papel tirando de calculadora, reglas, escuadras y seis años de aprendizaje universitario. Eso debería demostrarle a cualquiera que este hombre de nombre de canciller y apodo de panadero podría ser protagonista de una novela de Pío Baroja, o ser uno de los encuentros del Lazarillo, o simplemente un tipo listo. Cuando le recriminé esa lesión a su autoestima con la que él mismo se incapacita, Pico dio una calada larga al cigarro, se asomó a esa ventana que habría que pintar y cerrar para que por fin sea una ventana, miró lo que ha visto tantas veces que con los ojos cerrados reconocería el campo que se extiende delante, y suspiró. Repitió que él es muy caballo, que le demoraría mucho tiempo, que no tiene más que la primaria y que necesitaría hacer secundaria y luego estudiar para maestro de obra, que además el maestro de obra lo que hace es pasarse por el lugar de construcción, echar un vistazo y dar un par de órdenes, y hasta luego, y que a él lo que le gusta es estar ahí, construir él, sentirse útil. Más a mi favor, le dije yo, que en este proyecto de construir casas no tenemos maestro de obra y él, sin darse cuenta, está ejerciendo como tal. Que los albañiles normales tienen un ayudante, pero no la potestad de cambiar cosas, porque en los planos todo es muy bonito y en la realidad no tanto. Porque los despachos de Harvard quedan muy lejos y el que dibujó concienzudamente aquellos planos no tiene ni idea de para qué terreno son, para dónde está en este lugar el norte, para qué habitantes va a ser, cuáles son las costumbres de esta gente... pero Pico sí lo sabe y, basándose en el conocimiento que le da la experiencia y el interés, modifica los planos ajustándolos a lo tangible, respetándolos, pero dándoles sentido completo. Aun así, él cree que no es listo, que no tiene capacidad de estudiar, que sería perder el tiempo intentar ser algo más en su profesión. Ocho años después de haber alcanzado el rango de albañil, sigue siendo lo mismo, sin aspiraciones a superarse en el campo que tan intuitivamente domina.

También me descubrió, en el interior de una casa que no será suya, que uno de sus ocho hermanos, menor que él, está estudiando Arquitectura en la universidad de Granada, que está en cuarto curso y que cuando termine sería muy lindo que trabajaran juntos, el hermano universitario consiguiendo obras, Pico haciéndolas, pero que su problema es que, por esas dificultades que sólo existen en su dura cabeza y que le convencen de que no puede estudiar más allá de primaria, no puede construir casas de dos pisos o más, que levantar una construcción de una planta se le hace fácil, pero de más no. La altura es el límite de su conocimiento.

A lo largo de esos minutos encontró tiempo para despotricar contra su ayudante de obra, Danny, al que llaman La Mula por ser de complexión bajita pero fuerte y resistente, que cuenta con 21 años y un espíritu tan infantil como sus bromas. Pico criticaba que, después de tres años como su ayudante de obra, no haya hecho La Mula el menor esfuerzo por aprender lo que sabe Pico para ser albañil, para estar a su mismo nivel. Mascullaba Pico que por mucho que le aconseja que se fije en cómo toma medidas, en cómo sabe hasta dónde levantar la pared y dónde hacer la viga de soporte, La Mula pasa de todo. "Podríamos construir todas estas casas entre él y yo, con dos cuadrillas, él con su ayudante, yo con el mío, pero siempre que se lo digo me dice que le vale verga, al necio". Bismark, Pico, el que dice que estudiar es mucho para él, sí sabe reconocer en sus congéneres la falta de iniciativa y orgullo para superarse. Será por eso que cuando me hace partícipe de esas pocas dotes para el estudio que sólo él cree lo hace con los ojos, negros y enanos como escarabajos, puestos en ningún sitio, con melancolía en la mirada y con las palabras resbalándosele de la boca y asfixiándole al dejarlas ir: con vergüenza. Nunca será maestro de obra, ha tirado la toalla, pero quiere que La Mula, su amigo, sea algo más, que es aún joven y puede hacerlo, si quiere. Pero en cambio Pico no quiere ni plantearse que podría sacarse secundaria por las tardes tras el trabajo. Es cierto que tiene una familia, pero no lo es menos que tiene más cosas que hacer que beber guaro por las tardes.

El otro día, el primero que decidí colarme en sus entrañas armado de utilería de explorador, empecé con una pregunta fácil: "Pico, ¿vas a optar a una de estas casas que estamos construyendo?". Que un nica te conteste con concreción es esperar a que se abra el cielo y llueva dinero, o flores, o jabón, cualquier cosa imposible. Así que tras algún suspiro y tras varios inicios quebrados de oraciones subordinadas, se arrancó con el ya mítico quién sabe, yo no sé, no lo tengo claro. Me pusé los guantes y el salacot, saqué el machete y empecé a despejar la maleza que me impedía el paso hacia su verdad, repitiendo la pregunta, insistiendo. Le pregunté pues si las dudas le vienen por lo que cuestan las casas o por su ubicación, que son los dos motivos principales por los que algunas familias rechazan entrar en el sorteo. Pero me respondió que no, que lo que le tira para atrás es que no se podrán tener animales de granja en esas casas que son de cemento y no de restos de tabla, cartón y bolsa de basura. Esas casas con agua potable, baño en el interior, suelo embaldosado, techo de zinc, un buen trozo de jardín y un porche donde colgar la hamaca. Con la perplejidad aupándome las cejas hice memoria, visualicé su casuta y su trozo de parcela y no vi ningún animal más allá de su único hijo. Pero por si acaso pregunté al aire si tiene animales, y él me confirmó que no, pero, adelantándose a mi siguiente pregunta, porque tiene un máster en intuición, musitó que "quién sabe si algún día podré tener un chancho". Y así, sin querer, que es como mejor se descubren las cosas, me enteré de que una de las aspiraciones del albañil con mote de niño repartidor de pan dulce es tener un cerdo. El albañil que soñaba con cerdos. Algo que no tiene es lo que le impide afirmar que sí, que quiere una de esas casas baratas, sólidas, humildes y dignas que estamos construyendo aquí; algo que quiere tener, algo que, entiendo, le hará más feliz, le hará ganar en tranquilidad y seguridad, que al fin y al cabo es lo que queremos la mayoría, vengamos de donde vengamos, cuando rozamos la treintena: un cerdo.

El muchacho que empezó como panadero ambulante tuvo un hijo a los 22 al que todo el mundo llama Chepe. Ahora, con 28 y siendo un albañil respetado en su comunidad, un manitas capaz de arreglar cualquier cosa tirando de imaginación y energía, no tiene más hijos, cosa rara en este país donde las mujeres se deforman de tanto parir. Me aventuro a que puede ser debido a que dejó embarazada sin querer a esa mujer a la que no hace mucho caso, pero que fue responsable y se hizo cargo de ella, sin amarla, sin querer ese hijo, pero resignándose a él. Será por eso que seis años después sigue siendo padre de un solo chaval y amante de cuanta mujer se deje llevar por el atractivo de su caminar, de su silencio pensativo y de su madurez forzada por un hijo que no esperaba crear cuando empujó dentro de aquella mujer con tan solo 22 años y un trabajo que sería ya el de toda su vida.

Pico tiene mi misma edad y no nos parecemos en nada, pero nos respetamos y un lazo de cariño invisible se está empezando a desmadejar entre nosotros. Yo estudié para ser algo que todavía no sé qué quiere decir; Pico decidió hace tiempo, tal vez cuando cogió a Chepe en brazos por primera vez, que moriría siendo albañil, algo que sabe demasiado bien lo que quiere decir. Pico sabe quién soy sin preguntármelo, y yo estoy por fin interrogándole para aprender ya no sólo de él sino de mí, viéndome reflejado en otro chaval que nació en el 81, pero a 11.000 kilómetros de distancia, robándole el nombre a los inmigrantes alemanes y sabiendo que la vida no le depararía mucho más de lo que vio al nacer y ya no recuerda, pero qué más da si es lo mismo que ve cuando se levanta cada mañana, cuando bebe en soledad las tardes de domingo o cuando se decide a llevar a Chepe a dar una vuelta por Granada, los dos en la bici de Pico, los dos pareciéndose tanto, tan callados y tan feos así de primeras, los dos siendo tan iguales que si vuelvo dentro de quince años será a Chepe al que tenga que buscar en las obras que haya en torno al camino de La Prusia, ese camino largo que tiene tantas cosas que contar que no sé ni por dónde empezar. Tal vez por Pico...